En esta tierra quisqueyana, rica en leyendas gloriosas, vivía en tiempos de Cristóbal Colón un indiecito de unos treces años, osado e inteligente, llamado Tamayo. Era hijo de uno de los nitaínos más valientes de La Española y había aprendido de su padre a usar el arco y las flechas con maestría sin igual. Pertenecía a la noble raza de los araucas, pacíficos pero valientes en sumo grado. Su constitución emotiva demostraba que, como todos los hombres de su estirpe, era soñador y capaz de entregarse a la meditación. Así lo pregonaban el límpido fulgor de sus ojos y la dignidad y sosiego de su continente.
Un buen día, nuestro indiecito decidió solicitar el permiso de su padre para ir en excursión a las montañas del Baoruco, donde imaginaba que moraban aún las ciguapas de luengas cabelleras y las opias de sus mágicas leyendas. Las opias eran las almas de los muertos con vestidura mortal, que ellos temían.
El nitaíno, anciano de severo semblante y porte altivo, escuchó la petición de su hijo con un destello de comprensión en la mirada y sus labios se comprimieron con gesto apenado.
—¿Es posible, —preguntó en su sonoro idioma antillano —que te sea indiferente perder la vida? Has de saber que las selvas milenarias están cuajadas de peligros. ¿Acaso lo ignoras?
La expresión del chico era el anverso de una decepción. Por eso contestó con presteza:—Por el contrario, padre, lo he oído comentar muchas veces, pero… ya sé que pronto, cuando cumpla los catorce años, me veré precisado a laborar en las plantaciones y en las minas: y como me resta tan poco tiempo de libertad, bien quisiera aprovecharlo.
—Comprendo… —musitó el padre y sus ojos se nublaron repentinamente, pues no esperaba semejante confesión de su tierno hijo. —Pero debo advertirte que la aventura que has soñado es harto peligrosa y otros más denodados que tú han perecido en la demanda. ¿Por qué no desistes? Te asaltarán criaturas extrañas como jamás te soñaste conocer…
—¡Bah! —Contestó despectivamente el chico— ¿Acaso te encontraste con ellas alguna vez en tus andanzas por los montes?
En la mirada del anciano relampagueó el recuerdo.
—Aún me parece verlas: pálidas, iracundas, con la cabellera al viento y los ojos desorbitados; ¡pero mis pies fueron bastante ligeros para esquivarlas! Sabía que me esperaba en su compañía una muerte segura entre los despeñaderos. Creen que todos los humanos somos hijos de Maboyá, que todos llevamos en el alma el germen de la ambición y el desenfreno… ¡Y quizás estén en lo cierto! No perdonan ni un pensamiento impuro. ¿Comprendes?
—¡Ah, más que nunca anhelo ahora subir al Baoruco! ¿Padre, me concedes tu permiso y me das tu bendición?
El nitaíno no albergaba ya pensamiento de liberación. Aquella había sido la existencia bendita de sus antepasados; pensó entristecido: ¡la libertad! Y deseaba que su hijo la disfrutase: a despecho de las duras circunstancias de su vida. Por eso dijo blandamente:
—Los indios no escatimamos la ocasión de hacer hombres valientes de nuestros varones. Está concedida tu petición.
—Gracias, padre —agradeció entusiasmado el adolescente—; me haces el más feliz de los mortales. ¿Me prestas tu piragua y tu hacha de monte? Quizás es mucho pedir…
Vencido por su amor paternal, el nitaíno contestó:
—Ambas están a tu disposición, aunque mi hacha te servirá de poco. ¡Hoy no es más que un símbolo! Trabajaba con esmero y tesón durante mucho tiempo, fue confeccionada para prepararnos el sustento y defendernos de nuestros enemigos ancestrales, los Caribes, tan fieros como valientes. Hoy es poco menos que inútil para defendernos de los guerreros de pecho de hierro que nos esclavizan. Por eso te ofrezco la piragua: puede servirte mejor… Ve, hijo mío, y que Luquo, el Ser Supremo, ¡te proteja en el camino!
Y arrancando una aromática rama de curia, le tocó en el hombro bendiciéndole.
La floresta, henchida de trepidaciones y ruidos apagados, elevaba al cielo la alegría del trópico. El lago de Jaragua era una gema arcoirisada de vivísimos matices. La piragua, como una sombra chinesca, se deslizaba ante el sol. Todo era brillantez y luminosidad cegadoras. El rostro oliváceo del indiecito se tornaba cada vez más jocundo. No le arredraban las enormes tortugas, iguanas y caimanes que veía deslizarse sobre sus orillas, porque sabía cómo esquivarlos; ni los manatíes de rostros casi humanos, que jugaban al borde del agua diáfana. Recordaba con placer que su padre había llegado a domesticarlos y muchas veces le colocó sobre sus amplios lomos para divertirle. La canoa, de pulida caoba se deslizaba bajo los árboles de ramas caídas, que moteaban el agua de sombra y sol. Pájaros diversos de vistosos plumajes, saltaban audaces de rama en rama, llamándole la atención.
El ruido isócrono de los remos cesó de improviso. Percatóse con asombro
de que su piragua se había inmovilizado, como si de repente hubiera echado
raíces. ¿Sería la mano de algún cemí que la retenía? ¿Es que estaba vedado
pasar por allí? Algo semejante debía suceder, pues al tocar los remos la
superficie lisa y brillante del lago, arrancáronles chispas luminosas, como de
una gema que hiriese el sol, pero no avanzaba en modo alguno. Estaba perplejo;
no sabía qué partido debería tomar. Hizo un esfuerzo supremo por darle impulso
a su piragua y los remos se quebraron, astillándose. ¡La masa de sus aguas se
había petrificado! Alrededor, la tierra era toda bermeja, ornada de árboles
florecientes. Como sucede a menudo en el trópico, el crepúsculo caía
rápidamente y el paisaje entero se envolvía en sombras de misterio. Bajo unas
palmeras que se agrupaban en forma de templo, creyó ver ojos humanos que le
atisbaban, eran criaturas pálidas, hurañas, cuyas cabelleras
luengas y sedosas les cubrían enteramente como un manto real. No cabía duda: ¡eran
ciguapas! Sirenas o ninfas, según los indígenas; abortos de Luzbel, según los
frailes hispanos. Tamayo conocía sus implacables y frías decisiones; por tanto, debía
proceder con cautela. En aquel paraje reinaba un silencio absoluto y se
percibía la melodía del viento entre las hojas. La luna en el horizonte era un
espectro pálido.
Ya estaba allí y era indigno de un Taíno volverse atrás, aunque sentía
clavados en él sus ojos desafiadores. Sin pensarlo más, arrastró su piragua
hasta la orilla y la ató cuidadosamente al tronco de una ceiba con un fuerte
bejuco de jagüey, que colgaba de un árbol de la ribera. Acto seguido, se
encaminó al grupo que le miraba con atención. Notó al acercarse que no eran
como las imaginara, sino criaturas demasiado jóvenes y hermosas para causarle daño a
ningún mortal. Por lo menos, eso le sugería su mente de niño inocente. Las
interpeló, pues, sin sombra de temor.
—¿Serían tan amables en decirme qué paraje es éste y por qué motivo se
ha encallado mi piragua en el lago? Me ha sido imposible moverla…
—Forastero, preguntas muchas cosas a la vez —contestó la que parecía de
más edad— y eres demasiado joven para aventurarte por estas soledades. Harías
bien en volverte por donde has venido y tratar de olvidar todo lo que has
visto…
El indiecito vivía la embriaguez de un sueño y refutó sin amilanarse;
contemplando los ojos hipnotizantes:
—¡Ah! ¡Es demasiado hermoso para olvidarlo! Y además soy hijo de
nitaíno, y he aprendido desde la cuna a no temerles a hombres, ni a bestias…
—¡Ah! ¡Eres valiente como testarudo! —amonestó la más joven, cuya voz
alada tenía resonancias de cascabeles. ¿Cómo te llamas, chiquillo?
—Yo me llamo Tamayo… y vosotras, ¿cómo os llamáis?
—Somos la Indolencia, la Oscuridad y la
Superstición.
—¡Que nombres más extraños! En fin, pensé que deseaba conoceros y que
quizás me enseñaríais dónde se encuentra la felicidad en esta tierra nuestra.
Las ciguapas se miraron entre sí, lanzando al
chino una mirada perversa.
—La felicidad existe en el bosque milenario de las ciguapas, donde todo
es belleza y encantamiento —repuso la Indolencia con voz cansina—; y añadió:
—Jamás se ha cortado un árbol ni se ha pescado en nuestros ríos… Las
frutas más tentadoras caen maduras al suelo, sin que haya necesidad de
tumbarlas. Hasta ahora nadie había llegado a nosotras por determinación propia.
Si deseas conocer las maravillas de natura que encierra esta tierra de tus
antepasados, permanece con nosotras una noche completa y conocerás los secretos
de los Cemís: penetrarás en la Eracra* Sagrada que guarda
las cenizas de los Tres Behiques Sabios que enseñaron las artes de tu tierra
natal. Allí existen tesoros incalculables, amuletos que llevaron al cuello los
caciques ya desaparecidos. Y cuenta cierta conseja, que el valiente que logre
ceñir a su garganta esos preciosos ornamentos logrará vencer al opresor. Tan
sólo debes probarnos que eres valiente a toda prueba… ¿No te tienta la
aventura?
—Sí que me tienta… pero no sé a qué llamáis valor. ¿Enfrentarse acaso a
las bestias feroces? No existen en esta tierra nuestra animales ni alimañas que
ataquen al hombre…
—No, pero hay criaturas que nos ofenden hoy más que las bestias: ¡hombres
vestidos que hacen daño a los nuestros… Deben perecer todos!
—Cierto; pero no es de indios traicionar, y les llamo hermanos desde que
aprendí a amar a su Dios. Ya veis que no os sirvo.
Los ojos de la ciguapa Oscuridad lanzaron chispas de furor, golpeándose
maquinalmente las rodillas con dedos que remataban en afiladas puntas.
—¡Ah, ya comprendo! Masculló con sibilante acento—, serás traidor a los
tuyos, como lo fue Guacanagarix, quien creyó encontrar amigos en los maguacochíos y abandonó a los de su propia raza… ¡Infeliz!
Ya el chico iba a dar la espalda malhumorado, cuando su interlocutora
lanzó una especie de alarido y exclamó exasperada, revelando lo que bullía en
su oscuro cerebro:
—Pues bien, ya no podrás marcharte, ¡mal que te pese! ¡Tus pies se
adherirán a la tierra, como tu piragua al lago! Forzosamente pasarás esta noche
entre nosotras y harás lo que se te ordene en todo momento. Estás completamente
a nuestra merced, con que comienza a rezar por tu alma.
En el silencio que siguió a esta declaración tan inesperada, se
adivinaba la sorpresa del muchacho, pero su altivo semblante apenas trasuntó
una leve emoción.
—¡Pues tanto mejor! —dijo con aplomo al cabo de breves instantes—. La
suerte está echada… Me consuela que no podéis quitarme más que la vida; he
aprendido de los frailes hispanos que el alma es intocable e imperecedera, y en
cambio, la materia es barro vil y deleznable.
La ciguapa Superstición lanzó una extraña carcajada, muy semejante a un
bufido, y dijo con sorna:
—¡Vaya que eres valiente entre las mujeres! Al parecer solo los hispanos
te intimidan… Mira, esta noche la luna tiene dos alas; es la luna roja de las
ciguapas, embozada en nubes; propicia para las moradoras del bosque, pero
adversa para los mortales. Dentro de unos instantes, bajará hasta nosotros y
nos servirá de carruaje.
—No tienes por qué intimidarte —bisbiseó la ciguapa más joven, llamada
Indolencia— preocúpense o no los mortales, a cada cual le llega su fin, con que
abandonarse a su sino sería lo más acertado…
Y volvió a bostezar como si el sueño la venciese.
—Pues yo estoy convencido —aseveró el indiecito con entereza— que sólo
Dios puede acelerar nuestros días, con que ya veis que no podéis intimidarme.
Es inconcebible, además, que los astros bajen hasta nosotros. ¡Jamás oí decir
semejante cosa! —añadió despectivo.
—Pues agárrate bien, si no quieres caerte de las nubes —ordenó la
ciguapa mayor— porque, aunque no lo creas, ya vamos emprendiendo el vuelo.
Tamayo sintió que se erizaba su cabellera, porque se elevaban
vertiginosamente, agarrados unos a otros.
Aquí no se puede respirar —suspiró el indiecito— y, además, hace un frío
horrible.
—Olvídate de tu condición de humano y serás como si
fueses divino —aconsejó la ciguapa Superstición con voz casi inaudible.
Tamayo comprobó que olvidándose de sí mismo, sentía un agradable bienestar,
y aunque volar en compañía de aquellas hijas de Maboyá era por lo menos
anonadante, experimentó la emoción incomparable de ser mago o Cemí, al
trasladarse con tanta celeridad de un mundo a otro. Volaban por encima de la
luna en fantástica procesión, y el chico contemplaba a su placer lo que otros
hombres imaginaban apenas. Los perfiles de las albas montañas hacíanle sentir
una admiración reverente. Todo parecía escarchado y en penumbra, de una belleza
deslumbradora y tranquila.
¡Y allá abajo, cuánto ruido! ¡Cuánta gente! Por eso dijo con llaneza
infantil:
—Mucho me gustaría poder permanecer aquí: ¡es más bello de lo que soñé!
—Desdichadamente tornamos a la tierra. La luna se ha cansado de volar y
tú has salido airoso de esta prueba. Por lo menos, eres valiente y sereno
—comentó con menos aspereza la ciguapa Oscuridad.
Descendían, y el descenso era aún más vertiginoso que la ascensión.
Cortábale el aire la cara y zumbábanle los oídos como si le abanicasen un
huracán. De pronto sintióse sumergido en las aguas de un río y creyó que iba a
perecer ahogado, pero recordó las mágicas palabras de la Superstición y olvidó una vez más su condición de ser humano. Seguro de hacerle
frente a las más duras pruebas, comenzó a nadar sosegadamente, como lo había
hecho mil veces en compañía de sus amigos, buscando escondrijo entre los
juncales del río. Las aguas turbulentas se cerraron sobre su cabeza, pero
continuaba rítmicamente, seguido de cerca de sus celosas guardianas. Las
sombras que le rodeaban bajo las aguas no eran tan sólo las de las ciguapas;
parecían las de caciques destronados, quizás largo tiempo desaparecidos.
Marchaban uno tras otros, altivos y desafiantes, coronadas de plumas sus
cabezas de largas cabelleras, negras como la endrina. Una sombra, la más erguida,
se detuvo ante él, con el brazo extendido en ademán de reto. De su muñeca
pendía el grillete, que le permitió reconocer a Caonabo, el más valiente de los
Quisqueyanos.
—Si no eres de los nuestros, que quisimos morir por echar de nuestro
suelo al usurpador, partirás con nosotros a la tierra de las sombras,
preferible mil veces a vivir avergonzado ante los hombres de tu estirpe. ¿Di,
qué eres?
El indiecito sintió un tumulto en su corazón al proferir:
—Soy indio y siento como indio, Matunheri. Mi rebeldía está aquí
—confesó, oprimiéndose el pecho con orgullo—, pero tengo un padre anciano,
quien ha padecido ya bastante y temo por él. Algún día, cuando él sea tan sólo
espíritu, como lo sois vosotros, empuñaré las armas y haré la guerra contra los
invasores a la manera de mis antepasados. ¡Así me escuche Luquo!
—¡Ah, creímos que eras cristiano! ¿Acaso es Luquo tu Dios!
—Para mí, como para mi padre, Luquo es Jesús, un Ser Omnipotente, todo
clemencia y compasión. No importa cómo le llaméis, siempre vela por nosotros y
perdona nuestros yerros.
—Está bien orientado, compañeros; concedió el cacique de la Cibuqueira.
Es de los nuestros… Así podemos marchar en paz a la región del Coaibay. Que
Luquo te conceda la mayor de las glorias humanas: ¡luchar por tu patria! Y, hieráticos
y solemnes, deslizánronse unos tras otros, cual si fueren arrastrados por el
ímpetu de la corriente. Apesadumbrado, Tamayo reconoció en el grupo a Caribes,
Macorixes y Ciguapos, de la raza que dejaba crecer sus cabellos como símbolo de
su hidalguía. Mirándoles pasar, caían sus lágrimas ocultas como lluvia de fuego
sobre su corazón.
Entonces las ciguapas, que habían permanecido tranquilas y observantes,
le rodearon de nuevo, diciendo:
—Por segunda vez te ha salvado tu buena estrella… No tenemos reproche
alguno que hacerte, y ahora vas a conocer la eracra de oro y los orígenes
milagrosos de tu pueblo. En ninguna época ha pisado allí criatura viva, y el
impío que pasa inadvertidamente por aquel sacro recinto, muere en el acto, como
fulminado por el rayo.
Tamayo guardó silencio. La bondad inesperada de aquellas hijas de
Belcebú le pareció un buen augurio. Por fortuna, había conservado puro su
corazón y alimentado su alma con las enseñanzas milenarias de sus mayores. Su
rostro volvió a tomar su expresión jocunda. Y emprendieron el camino, que
alumbraban a trecho los cocuyos, como lámparas fosforescentes, formando
cascadas de luz. No había allí claridad ni de noche ni de día; la planta del
hombre jamás había hollado aquella tupida selva, ya que la espesura del bosque
era tal, que apenas se filtraba la luz de la luna por entre el espeso ramaje, y
sólo podían avanzar marchando de uno en uno. Como finos encajes, la guajaca
colgaba con la brisa. La vegetación lujuriante, adornada de helechos
arborescentes, cortinajes foliáceos y altísimas palmeras, era un espectáculo
imponente en su grandeza milenaria. Veía por todas partes criaturas semejantes
a las que le acompañaban, algunas con aquella expresión intimidante en sus
rostros de belleza perturbadora. Había riachuelos y cascadas, en los cuales
advirtió grupos que parecían solazarse en las aguas, como niñas traviesas y
turbulentas. Para él, aquel inmenso bosque estaba inundado de sombras y
misterio. Caminaron durante varias horas en silencio: las ciguapas delante, sin
dar la espalda, siempre cautelosas y desconfiadas, sondeando sus ojos a cada
instante, como si en nada les interesase lo que sucedía en derredor. Ya sólo
faltaba el último picacho, que se le antojaba inaccesible, y avanzaba, con las
ropas empapadas todavía, dando traspiés por aquella jungla enmarañada, pero tal
era el dominio que ejercían sobre él aquellas mujeres tenebrosas, que, con sólo
clavarse sus ojos hipnotizantes, recobraba él de nuevo el equilibrio y
proseguía sin desmayos la rápida ascensión.
De súbito vislumbró en lo alto un fulgor extraño, como de un sol que
alumbrase a medianoche. Ya sentía el frío de la madrugada y un temor reverente
invadía su ánimo. ¿Vería de nuevo las opías de los caciques desaparecidos?
¿Podría platicar con el bravo Caonabo, frustrado redentor de los suyos?
El paisaje cambiaba. Cesaba la espesura y se convertía en un opulento
prado, ornado de arbustos y florecillas olorosas. La luna brillaba intensamente
y el cielo estaba cuajado de estrellas. En el fondo de la meseta, revelóse a
sus ojos la masa deslumbradora de la eracra
sagrada, como un escudo finamente labrado. Imposible hubiera sido avanzar un
solo paso hacia aquel prodigio, si una de las ciguapas no le hubiese tomado de
la mano para conducirle. Vacilaban sus pies y se adherían a la tierra, a pesar
de su ávida curiosidad.
—¡Avanza! —ordenó imperiosamente la Oscuridad, apuntando hacia la
eracra, con un fulgor inusitado en sus pupilas insomnes. —Ahora somos tus
ángeles; ¡quizás más tarde seamos tus jueces implacables!
Tamayo siguió la ruta indicada. Un soplo compensador de brisa, cargada
de aromas, hizole suponer aquel recinto un paraíso. Flamencos de color rosado
se alzaban soñolientos, huyendo amedrentados a su paso. Llegó al arqueado
portal y los dorados goznes giraron suavemente, como si la mano invisible del
genio de la noche se hubiese extendido para darle paso. Fortalecida el alma por
lo que juzgaba un milagro, el joven penetró en el sacro reciento y sus ojos
pareciéronle demasiado pequeños para admirar lo que se ocultaba a la vista de
los profanos. Allí estaban colocados en nichos los Cemis adorados por sus
antepasados, representados por caprichosas figuras de oro sólido y sobre
pulidas bateas, negras y brillantes como ébano. Veíanse amontonadas joyas
principales de aparador, en una barbacoa de roja ácana, estaba colada toda una
vajilla del mismo precioso metal. Veíanse frutos exquisitos sobre los cuencos;
y, blancos como obleas, de los que consumía la gente principal. Tamayo no había
ingerido alimento alguno en muchas horas y el aroma apetitoso de aquellos
frutos produciále un cosquilleo en el estómago; pero comprendiendo que estaban
allí como ofrenda a los Cemis, se abstuvo de tocarlos. Contemplábalo todo
absorto y maravillado, cuando sintió una terrible conmoción. El templo osciló
como si amenazase un cataclismo y una voz tenue se dejó oír por entre
las reverberaciones del suelo:
—Nosotros, los que estamos aquí sepultados durante siglos, trillamos la
senda para que las generaciones del futuro aprendiesen a ensancharla,
ennobleciéndola. Escucha lo que nuestros abuelos dijeron a nuestros padres:
Estas islas son las cumbres de una tierra portentosa que la ira de Guabancex
sepultó en el fondo de los mares… Nuestra raza
desaparecerá y renacerá otra más fuerte. Está escrito en el firmamento… ¡pero
seguiremos siendo cumbres!
Tamayo escuchaba con intensa atención, apretando a sus labios el puño
compulsivamente. Agitaba su hermosa melena, negándose a comprender. En él
equivalía a un apostolado, la felicidad de los suyos, y ante aquella
declaración, un estremecimiento de rebeldía recorrió todo su cuerpo.
Desorbitados sus ojos en alucinación, contemplaba el techo abovedado, esperando
ver allí un nuevo prodigio. El monólogo se había demorado un breve instante
para proseguir con más pujanza: la voz hasta entonces apagada adquiría la
claridad de un clarín, estremeciendo de nuevo el templo, y algunos ídolos
rodaron al suelo con estrépito.
Si pretendes alzarte hasta el Turey, atiende a la Divinidad, que es más
potente que las nuestras; esfuérzate en aprender lo bueno que enseñan los
naguacoquíos; cultiva la tierra, que es la fuente de todas las riquezas;
aprende su idioma y estudia sus libros, que contienen la sabiduría del
universo. ¡No basta morar en las cumbres! Es menester alzarse hasta Nonum por
nuestros propios merecimientos.
Los ojos del indiecito ostentaban un brillo acerado y su rostro tenía
una expresión confusa. No pudo menos que arrodillarse, y de sus labios brotó
espontáneamente esta plegaria: ¡Ah, Señor de los Cielos, escúchame y atiéndeme!
Estamos exentos de ambiciones bastardas; no queremos oros ni riquezas, ni
civilización siquiera… ¡Todo cuanto pedimos es la libertad! Vivir nuestra
existencia pacífica de antaño, libre de sujeciones y tributos. ¡Permite que
pierda la vida! —Su voz henchida de fervor patriótico, pregonaba la
rebeldía de su corazón.
Las ciguapas habían desaparecido y el joven respiró aliviado, admirando
con curiosidad no exenta de veneración, los extraños ídolos caídos a sus pies. En su cerebro infantil, amalgamábanse perfectamente la realidad y la
ficción; las verdades austeras del cristianismo con las poéticas leyendas de su
patria. Reverberaba en su pecho el sentimiento inmortal que eleva el alma de
los hombres, y se persignó a la usanza cristiana, emocionado. Pensaba que al fin le
habían abandonado sus exigentes guardianas y que podía marcharse libremente,
pero se equivocaba. Ya se alzaba, cuando irrumpieron en la eracra sus tres
jueces fortuitas, pero esta vez eran más blandas sus maneras. La frescura y la
virginidad de su alma, había desalmado a aquellas mujeres implacables.
—No venimos a torturarte de nuevo —rio guturalmente la ciguapa
Superstición— no somos tan pérfidas como nos suponen… pero hablemos de ti… has
triunfado en las tres pruebas decisivas y ya puedes marcharte en paz adonde los
tuyos, pero antes debo concederte el premio que mereces por tu fervor y
desinterés de patriota innato. En tu alma no anida el rencor contra los
opresores, porque estás exento de soberbia. En cambio, no aceptas el triunfo de
otra raza sobre la nuestra… Eres denodado y resuelto y Luquo sabrá premiarte
como mereces. Para ti son estos preciosos ornamentos, que algún día ostentarás
con orgullo. ¡Llévatelos y que el Hada haga luminosa tu senda!
Tamayo escuchaba con un sentimiento indefinible de alivio y quedó como
extático ante aquella asombrosa concesión. Solamente podría ostentar aquellos
ornamentos como vencedor, y de aquel modo, con gusto ofrendaría su vida… ¿Pero,
merecía realmente tal gracia? ¿Acaso no eran todos los indios desinteresados y
amantes de la libertad? Quizás era esta una nueva celada, pensó con cierta duda
todavía; pero las ciguapas recogieron aquellas riquezas, colocáronlas sobre una
de las bateas y añadieron frutas y cazabe al ponerla en sus manos. Entre
esquivo y emocionado, el indiecito no acertaba a dar las gracias debidamente.
—Ahora márchate a enfrentar la vida… Ya amanece y ningún mortal debe
contemplarme a la luz del sol… Así habló la Oscuridad, mientras Tamayo, con
lágrimas en los ojos, daba fácil salida a sus emociones. Las ciguapas desaparecieron en un remolino de aire, tendidas al viento
las cabelleras e iluminadas sus frágiles siluetas por la luz imprecisa de la
autora. Bandadas de aves revoloteaban mansamente en torno suyo, ensayando trinos
armoniosos. Música más dulce no podía ser oía en parte alguna, pensó
entusiasmado, porque la tristeza había huido de su corazón. El ambiente era
fresco y convidaba al reposo. Sentóse bajo unos mameyes, no lejos de la eracra
de oro, para disfrutar de un suculento refrigerio. Luego, sintiendo que el
sueño le vencía, tendióse satisfecho, teniendo cuidado de poner a buen recaudo
su tesoro.
Al despertar, ya era pleno día y el cielo estaba inundado de luz. Su
primer pensamiento fue para la eracra sagrada, preguntándose cómo luciría a la
luz brillante del sol. Recordó al mismo tiempo el regalo de las ciguapas, y
advirtió la batea junto a sí, cargada con sus valiosos dones. Miró con
delectación hacia el templo, pero este había desaparecido. Con los párpados entumecidos
aún por el sueño, Tamayo trataba de analizar el prodigio. ¿Es que no estaba ya
bajo los mameyes?
Miró hacia arriba, sintiéndose bastante desconcertado y advirtió que le
cobijaba la ceiba, a cuyo tronco amarró su piragua. Allí estaba tal como la dejó,
con los astillados remos echados a un lado. Y el lago de Jaragua resplandecía
al sol como una gema viviente, moviéndose sus aguas al impulso de la brisa,
sentía una certidumbre tan profunda de su aventura, que no podía desterrar el
pensamiento de haber permanecido en las cercanías con premeditada intención.
Por esa razón, le habían trasladado dormido de un sitio al otro, para que no
pudiese tornar jamás a aquel refugio o paraíso vedado. Poniéndose lenta y
calmosamente en pie, su rostro pareció transfigurarse, pues el extraño e
increíble episodio, revestía el carácter de una divina premonición.
GLOSARIO
Nitaíno: Caciques secundarios.
Opías o Hupias: Almas de los difuntos. Estos espíritus tenían
la los indígenas envoltura mortal.
Maboyá: El demonio en lengua taína o aruaca, creían que, haciéndole
ofrendas comestibles, como a los Cemis, lograban torces sus designios.
Caribes: Según varios autores, los caribes no eran antropófagos, siendo
injustamente calumniados. Los cronistas de Indias le creyeron devoradores de
hombres al encontrar en sus chozas huesos humanos, los cuales conservaban como
reliquia de sus ascendientes.
Caoba: Dándoles hermoso pulimento a las maderas con la piel de un
pez de mar llamado labisa.
Los antillanos llamábanse a sí mismos taínos, que significaba gente
noble, de condición elevada
Eracra: Bohío algo mayor que los demás. Casi siempre casa del cacique o templo.
Lo indica Oviedo como usada únicamente en la Española (Zayas y Alfonso). (
Según Rafinesque, esta trinidad fue la misionera de la civilización
antillana.
Behíque I introdujo el cultivo del campo y enseñó los métodos de fabricación
del pan de casabe. Estableció el culto de los dioses y bosquejó su rudimentario
magisterio por medio del romance
Behique II introdujo la medicina y los encantos: el suo del
algodón y las yerbas sagradas.
El Behique III introdujo la música. Quizás el Areíto y el Bao.
Maguacochíos o maguacoquíos: vocablo que significaba hombres
vestidos. Llamaban así a los hispanos
Matunheri equivale a Vuestra Alteza.
Cibuqueira El cacique Caonabo era un caribe principal y vino a esta isla como
capitán aventurero, y por ser buena casta, casó con la princesa de Jaragua:
Anacaona. Provenía de la Guayas (de Guadalupe, hoy antilla Francesa).
Coasbáy: El purgatorio
La ciguapa tenía los pies al revés y sólo caminaba de noche. Según la
leyenda campesina, era menester perseguirla con un perro negro cinqueño para
apresarla
Usaban el oro tan sólo como adorno de sus personas, pero tratándose de
un cuento de ciguapas, nos permitimos fantasear un poco. Los ajuares caseros
del taíno eran confeccionados en barro o en higüeros, artísticamente labrados
cuando eran destinados al cacique o nitaíno (Señor principal).
En los templos indígenas, una vez terminada la ceremonia, el cacique o
el behique (sacerdote agorero) repartía equitativamente estas ofrendas entre la
concurrencia.
Guabances o Guatanicex era la diosa de los huracanes. Tenía
dos hijos que mandaban las olas y los vientos.
Turey. El cielo en dialecto aruaca
Nonum: la luna. Hemos usado la voz caribe en vez de la Arauca “caraya” por
parecernos más eufónica. Ambas se habían generalizado en Quisqueya.
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