sábado, 8 de febrero de 2020

EL CARRETERITO SOÑADOR, cuento de Miguel Phipps

Foto de Tino Soriano
El rocío del tempranito del amanecer besaba sus pies descalzos.
—¡Arre, Burruñoso! ¡Arre, Bolefuego!
Clap, clap clap…
—¡Hala, Nube Negra! ¡Sube, Ceniciento! —arreaba Estevín la carreta de bueyes. Con apenas nueve años, ya el sol se levantaba en el sudor de su espalda.
En el batey, todo el mundo trabaja: unos dedicados al cultivo de la tierra, otros a la cría de ganado y, en su mayoría, al corte y tiro de caña.
En la colina, el molino de viento hace brotar el agua de la tierra para que los bateyeros, con su canto alegre, llenen las tinajas.
Clap, clap, clap…
—¡Oh! ¡oh! ¡oooh!
La carreta se detuvo en el cañaveral cercano a la escuela. Cuando Estevín entró al aula, comenzó la murmuración:
—Llegó el carreterito —dijo Gualemá, el hijo del hacendado, en tono despectivo.
—Con el uniforme emparchado y los pies descalzos —continuó Timinito, sobrino del capataz, con el rostro burlesco.
Los presumidos se dieron una palmada y, con actitud vanidosa, dijeron:
—¡Somos los mejores!
—Nunca valoren sus virtudes por la apariencia con que la ven sus ojos —llamó Lenca, la atención, compañera de clase—. Los halagos que se hacen a sí mismos los fanfarrones sólo delatan sus mayores defectos.
La profesora, para limar asperezas, preguntó:
—¿A qué aspiran ustedes en la…?
—Yo seré amo y señor —interrumpió Gualemá de forma prepotente.
—Y usted, Estevín, ¿a qué aspira en la vida?
—Yo seré presi…
La carcajada de Gualemá y Timinito no se hizo esperar.
—¡Presidente del ganado! ¡Presidente del ganado! —entonaron como canto a la maldad.
La profesora, para calmar los ánimos, les puso a dibujar sus aspiraciones.
Lenca dibujó una escuela; Gualemá, quien siempre quería deslumbrar y distinguirse, dibujó un trono; Timinito, un látigo; y Estevín, el Escudo Nacional.
De regreso a los barracones, a la carreta cargada de caña se le atascó una rueda en el empedrado arroyo.
Gualemá, quien venía detrás, lanzó su mirada altanera sobre Estevín, se comportó de manera fría e insensible, y siguió su camino.
Burruñoso, con los ojos hechos brasas, miró por debajo del yugo de la carreta a Gualemá y masculló:
—Lástima que hoy no es día de Corpus Cristi: «el día que el buey habló».
¡Guao! ¡Guao! ¡Guao! Bocanegra ladraba impaciente.
Pallé, el boyero, quien llevaba los bueyes al abrevadero, al escuchar los bramidos y ladridos desesperantes, acudió al arroyo y sacó la carreta del atolladero.
Luego de pesar la caña y llevarla a los vagones, Estevín pasó, como era su costumbre, el resto de la tarde estudiando.
Al día siguiente, cuando empezaron a cantar los pájaros, ya las ruedas de la carreta resbalaban sobre la grama del establo.
—¡Arre, Ceniciento! ¡Sube,  Burruñoso! ¡Eh, Nube Negra! ¡Empuja, Bolefuego!


—Ya viene el carreterito presidente —expresó Gualemá en su modo habitual de hablar.
—Ese ruido desagradable me rompe el tímpano —agregó Timinito con menosprecio—. Mientras más a distancia deje su carreta, mejor. La profesora, ante las vejaciones les manifestó:
—Todos los sueños se pueden lograr si saben soñar.
—Menos el sueño del carreterito —aseguró Gualemá.
Dos horas después, ¡tin, tan, tin, tan!, sonó la campana para salir al recreo. Momento que aprovecharon Gualemá y Timinito para desamarrar la yunta de bueyes.
—Soltaron los bueyes! —voceó Lenca despavorida.
Se armó la corrida. El pánico se adueñó de los presentes.
Pallé, al oír la algarabía llegó de prisa, montado a caballo, enlazó los bueyes y los llevó al corral.
Cuando todo retornó a la normalidad, los dos niños, quienes se habían escondido debajo de la carreta, aún se reían de su travesura.
La profesora, muy enojada, les reprochó la mala acción.
A lo que ellos, de manera fingida, respondieron:
—Profe, perdón.

Foto de Tino Soriano

De vuelta a los hogares, se percibía el olor de la lluvia en la naturaleza. Las hormigas aladas salieron a volar; los cangrejos abandonaron las cuevas y las golondrinas, alborotadas, no encontraban dónde posar. Repentinamente, comenzó una granizada, seguida por una lluvia densa y fría que empapó por completo a Gualemá y a Timinito. Al llegar al arroyo, la crecida no los dejó cruzar. Los truenos que retumbaban más fuerte y un rayo que carbonizó una palmera, les causó temor. Cuando la desesperación llegó a los extremos, sus cuerpos se tornaron temblorosos. Un ruido penetrante y conocido se alcanzó a oír en el torrencial.
Clap, clap, clap…
Por suerte, un relámpago iluminó la carreta.
—¡Gracias, Dios Mío! —exclamaron para sí
—¡Oh! ¡oh! ¡oooh!
Estevín detuvo la carreta y les montó. Cuando les cruzó al otro lado del arroyo, Gualemá, con los humos bajos, le preguntó:
—¿Por qué nos hiciste el favor, si nos hemos portado tan mal contigo?
—Un presidente debe servir a la gente —fue su respuesta aleccionadora.
Al terminar Estevín la escuela primaria, se fue a estudiar a la Capital en busca de realizar su sueño. Pasaron muchas “zafras”. Gualemá y Timinito se entregaron a la “buena vida”. Al no prepararse, despilfarraron toda la herencia que, con tantos sacrificios, hicieron sus familiares.
Treinta años después, cuando subían la bandera, se estacionó un carro negro, placa número cero uno, enfrente de la escuela del batey. Bocanegra, viejo y sarnoso, comenzó a menear el rabo como gran amigo de confianza. El exalumno, quien saludó de manera entrañable a la directora Lenco, tenía terciado en su pecho el Escudo Nacional. Era Estevín, el carreterito soñador, quien llevaba puesta la banda presidencial. Gualemá y Timinito tuvieron que conformarse con el usual consuelo de los que no aprovechan la oportunidad que les brinda la vida: insultar desde lejos a los triunfadores, como si estos fueran los responsables de su desventura.
Clap, clap, clap…
—¡Arre, buey haragán, arre! —azotó Timinito con el látigo el lomo del cansado animal.
—¡Qué triste es nuestro destino! —dijo Gualemá, cabizbajo, sentado en la parte de atrás de la carreta.
Al fondo del potrero sólo se escuchaba el chirrido estridente de la cigarra.

Pablito



Pablito es un perico muy divertido. Aunque es muy pequeño, puede hacer distintos sonidos con su pico y volar muy rápido con sus alas de varios colores. A Pablito no le gustaba comer frutas como a los demás pericos.

Un día mientras volaba con su mamá en busca de pequeñas frutas vió desde el cielo a un flamenco que buscaba su comida con la cabeza dentro del agua. Se acercó para ver lo que comía y le pidió un poco para probar. El flamenco muy sorprendido le dió de comer y siguió buscando dentro del agua muy concentrado. Mientras tanto, Pablito sentía un sabor extraño en su boca y al darse cuenta que no le gustaba lo que comía, tragó y luego bebió agua para quitarse el sabor de su pico.

Después de arrepentirse de lo que había hecho, se despidió del flamenco y subió al cielo para seguir volando con su madre. Al subir no la encontró y entonces decidió ir en busca de algo nuevo para comer. Desde arriba Pablito pudo ver a un pájaro carpintero que con su pico agujereaba un tronco haciendo mucho ruido. Se acercó al pájaro carpintero y le preguntó cual era su comida. El pájaro carpintero estaba muy ocupado buscando gusanos o insectos con su lengua dentro del tronco y no le respondió. Entonces Pablito al ver lo que comía su compañero le pidió un poco para probar. El pájaro carpintero le dió un gusano a Pablito y siguió trabajando. Pablito comió un poco y no le gustó. Entonces decidió seguir buscando algo que le gustara más que las frutas, los animalitos del agua y los gusanos.

En el camino en busca de comida, Pablito se encontró con una gaviota que venía de un lugar muy lejano. Le dijo a la gaviota que no quería comer frutas con su mamá y le pidió que le diera algo de comer. La gaviota fué al agua a buscar un pez y le dió un pedazo a Pablito. Al probarlo se dió cuenta que no le gustaba y después de dar las gracias siguió volando.

Después de un largo rato, Pablito decidió descansar. Se posó sobre la rama de un árbol y allí se encontró con un loro que comía frutas tropicales. Al ver al loro comer, Pablito sintió hambre y le pidió un poco para probar. El loro le dió un pedazo de fruta y siguió comiendo. Pablito comió sin parar pues le habían gustado mucho las semillas y las frutas. Pablito estaba muy contento de comer frutas con su nuevo amigo. Al escuchar a su mamá que pasaba por allí, fué hacia ella volando para decirle que ya si le gustaban las frutas y que la acompañaría todos los días a recolectarlas para la comida.

Desde ese día, Pablito come frutas pequeñas y semillas como todos los demás pericos.

Margarita Heinsen-Fernández

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