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sábado, 11 de diciembre de 2021

Me ha faltado… ¡Ooooh! (Relato, no cuento, porque aquí no pasa nada verdaderamente extraordinario).



— ¡Consideración! Eso es lo que me sobra y usted no tiene. Uno no puede ir por la vida diciendo una cosa y haciendo otra.

— ¿Y usted qué cree: que es santa y puede venir a decirnos lo que está bien y lo que está mal? ¡Pues no! Para eso tengo mi propia conciencia.

Gadyel deseaba sinceramente estar muy lejos de allí. Su mamá Cristobalina, y la mamá de Esteban, Olga, estaban enfrascadas en una discusión solo por él.

Aquella tarde, después de hacer la tarea había ido a jugar con el vecino Milton con quien se pasaba horas jugando Nintendo o montando bicicleta por el barrio.

Sin embargo, Milton no estaba. De todos modos, Gadyel entró a su habitación y conectó el aparato como Pedro por su casa. Jugó y jugo, que era lo mismo para él que entrar de cabeza en el aparato que dominaba y desconectarse del mundo. Sus ojos no se cansaban de ir de un lado al otro mientras sus dedos apretaban y apretaban botones. Se balanceaba completo como un pescador de cuyo anzuelo trataba de escapar un tiburón.

La tarde estaba llena de matices. La brisa acariciaba cada hoja de laurel o de cayena. Las trinitarias estallaban de hermosura y la calle, limpísima del residencial aguardaba carros y vehículos que no llegaban.

Entonces entró Olga. Regresó del trabajo y lo encontró en lugar de su propio hijo. Comprobó con Mireya, la empleada, que Gadyel había entrado sin pedir permiso y que ni siquiera la había saludado aunque ella le decía que Esteban no estaba en la casa.

Le puso la mano en la cabeza con cuidado:

—¿Cómo estás, Gadyel? —dijo suavemente, pero el muchacho ni la miró. Estaba muy concentrado.

—Gadyel —continuó Olga —cuando Esteban no esté en casa, tienes que pedir permiso ¿me oyes? Tu mamá me puede llamar por teléfono…

—¡Yo sé, yo sé! —dijo él impaciente. Quería que ella lo dejara en paz. Era solo un ratito, pensaba sin darse cuenta de que ya tenía dos horas jugando y su mamá lo andaba buscando.

—¡Apaga eso! —Se impacientó la mamá de Esteban.

—¡Déjeme acabar! —Replicó Gadyel. ¿Cómo iba a cerrar un juego que estaba ganando?

Entonces Olga dio un tirón del cordón y desconectó todo.

—¡Vieja bruja! —Gritó Gadyel con los ojos aguados y echó a correr tropezando con su mamá que se había decidido a buscarlo allí.

—¡Muchacho! ¿Pero qué es lo tuyo? Tengo dos horas buscándote. No vine aquí porque sabía que Esteban está con su papá.

—Le dije, vecina, que si mi hijo no está, él tiene que pedir permiso pero ni siquiera saludó a Mireya. ¡Y hasta me dijo “vieja bruja”!

—Pero algo le hicieron para que él dijera eso…

Y por ahí siguieron. Cristobalina sabía que estaba en falta pero quería hacerle entender a doña Olga que ella sola podía corregir a su hijo. Las madres a veces son así por aquello de que “los trapos sucios se lavan en casa”.

Gadyel se fue alejando, asustado de su osadía. ¡Si lo único que quería era jugar Nintendo! Escuchó a la mamá de su amiguito:

—¡Respeto! Su hijo me ha faltado el respeto y si usted fuera más cuidadosa, el muchacho no estaría llevando intranquilidad a la casa ajena.

Gadyel ya estaba en su propio cuarto. Se tiró en la cama y encendió su Super Nintendo acabado de instalar y que aún no dominaba. Cuando Esteban regresara iría a jugar de nuevo con él.

 

©Leibi NG

miércoles, 19 de agosto de 2009

CUCA


A: Ángel Haché, entrañablemente
Por: Augusto Feria

El teléfono de disco color marfil, sonó tres veces aquella tarde, Tati levantó el auricular con un "¡aaaló!" sin emoción, para escuchar la conocida voz de Manola, su cuñada que le decía:

- ¡Cuca acaba de fallecer!

Lanzó un quejido rápido, pero contenido, atinando a decir nada más: ¡voy para allá!

Antes de partir acertó a llamar a Martín, su único hijo, a quien le repitió la misma oración, con su mejor pose de La Dolorosa. Tomó su sempiterna cartera repleta de artilugios y caminó Las Mercedes hacia el este hasta la esquina de los bancos, donde doblaría hacia el norte, camino de su casa, frente a frente a la del Patricio, como indicaba Manola.

La casa solariega parecía un perenne recuerdo del Siglo XIX: Muebles vetustos, el reloj de péndulo, la vitrina de libros antiguos, de entre los que llamaban la atención los tres tomos de la primera edición de la Historia de Santo Domingo de Antonio del Monte y Tejada, también sobre la mesa redonda con mantel de fino encaje, Iris, la pata disecada como premio-recuerdo de sus doce años de vida. A su lado el teléfono, más allá el refrigerador con el motor en la cabeza, mejor conocidos en el ámbito familiar como el segundo y primer misterio que para completar la trilogía, el Espíritu Santo vendría a ser la electricidad, los únicos elementos del Siglo XX en el lugar, hasta ese año 1977; luego del patio interior, la habitación matrimonial del segundo piso con su palangana de porcelana, donde se encontraba Papín entre penumbras. Se abrazaron en silencio, quedando allí con el tiempo suspendido, como todo lo que les rodeaba.

Con el ímpetu de sus treinta y dos años, abrió Martín la puerta de la calle, con su propia llave. Manola, con cara de circunstancias se acercó a recibirlo, rompiendo el silencio con su típico ¡hay San José!, esta vez con voz trémula, ronca, profunda, como del más allá, Señalando hacia atrás, le dijo:

- Allá están.

Cuca salía poco, estaba gorda, sumamente gorda por su vida limitada a aquellas viejas cuatro paredes, abandonada, descuidada su apariencia, sus uñas largas, su mirada triste. Había fallecido sin enfermedad alguna, de repente; Papín decía que la mató el corazón.

Martín se acercó a su padre que entre dientes le dijo:

- ¡Ya está preparada! Y haciendo un gesto con la cabeza murmuró. ¡Bajemos!

Y así descendieron hacia el cobertizo a la vera del gallinero, único lugar vivo de la casa.

Su mortaja era de tela amarrada con cuerdas toda de henequén, intentaron tomarla con las manos, pero pesaba mucho, Martín pensó que podían vencer la dificultad, introduciendo dos palos de escobas que allí había entre las sogas, a modo de varales para la litera fúnebre, y poder sacarla hacia el automóvil. A duras penas - era muy pesada - caminaron con su carga de muerte hacia el comedor. Tatí y Manola, en una esquina observaban el sombrío cortejo, apretadas una a la otra. Por desgracia frente a ellas sucedió el accidente, uno de los palos se rompió bajo peso tan descomunal, cayendo el cuerpo sobre los mosaicos con un golpe seco y lúgubre; la escena se paralizó de inmediato… momento expectante que… sólo el sonido y el tufo de ése, su último pedo, la volvió a reanimar como cohete disparado al cielo. Corriendo, los sollozos aumentaron a nivel de histeria, una resuelta Tatí consolaba y soportaba con ternura a Manola, que no podía contenerse a punto de desfallecer. Sus amargos rostros veían todo negro; en ellos se dibujaban sus sentimientos más desesperados. Apresurados, con la premura de desaparecer el tremendo espectáculo frente a las más queridas mujeres de la familia, levantaron en vilo a la difunta con uñas, lágrimas, palos, dientes, cabuya y sudor, para colocarla con rapidez en el Peugeut 204, aparcado en la calle.

Terminado el trabajo, se acicalaron con parsimonia Tatí y Papín; Martín preguntó, mientras aún resoplaba y se secaba el sudor:

- ¿Manola no va? Papín contestó con parquedad:

- No, ella no soporta estas cosas.

Así se inició el cortejo fúnebre, despacio, como lo ameritaba la ocasión; tomaron la Arzobispo Meriño hacia el malecón y luego hacia el oeste para los lados de Metaldon; sería su última morada. La característica del trayecto fue aquel silencio descomunal, a veinte kilómetros por hora; treinta y tres minutos tardó - la edad de Cristo, diría Manola santiguándose - únicamente las respiraciones pausadas de los protagonistas se sentía. Mientras también, lentamente caía la noche.

Al llegar al lugar se escucharon nada más palabras breves, sotto voce. Mereció igual prodigio, sacar el cuerpo del baúl para lanzarlo al mar. Después de aquello Papín permaneció en silencio, oteando el horizonte, el pie derecho sobre una roca, la brisa le arremolinaba el pelo, parecía la viva estampa de Napoleón, su personaje inolvidable, como nos lo presentan en las viñetas, escudriñando el campo de batalla de Waterloo… Sólo se le escuchó decir:

- ¡Carajo! Que poco vale la vida.

Martín recordaba con nostalgia los recuerdos gratos de sus días de niñez, sus retozos con Cuca, cuando la atropelló el automóvil, aquella tarde en que se perdió, la vez que le entablilló la pata…. Pensó que faltaba el epitafio: Aquí yace Cuca Andújar, perra fiel hasta la muerte.


Santo Domingo R. D.
20 de febrero 2008

EL CABALLO DE MADERA, por José Ra. Peña

  Coronel Charles McLaughlin «Bien» era el nombre con el que llamábamos a mi tío Bienvenido. Era tallista, pero más que eso era un excelen...