Foto de Tino Soriano |
—¡Arre, Burruñoso! ¡Arre, Bolefuego!
Clap, clap clap…
—¡Hala, Nube Negra! ¡Sube, Ceniciento! —arreaba Estevín la carreta de bueyes. Con apenas nueve años, ya el sol se levantaba en el sudor de su espalda.
En el batey, todo el mundo trabaja: unos dedicados al cultivo de la tierra, otros a la cría de ganado y, en su mayoría, al corte y tiro de caña.
En la colina, el molino de viento hace brotar el agua de la tierra para que los bateyeros, con su canto alegre, llenen las tinajas.
Clap, clap, clap…
—¡Oh! ¡oh! ¡oooh!
La carreta se detuvo en el cañaveral cercano a la escuela. Cuando Estevín entró al aula, comenzó la murmuración:
—Llegó el carreterito —dijo Gualemá, el hijo del hacendado, en tono despectivo.
—Con el uniforme emparchado y los pies descalzos —continuó Timinito, sobrino del capataz, con el rostro burlesco.
Los presumidos se dieron una palmada y, con actitud vanidosa, dijeron:
—¡Somos los mejores!
—Nunca valoren sus virtudes por la apariencia con que la ven sus ojos —llamó Lenca, la atención, compañera de clase—. Los halagos que se hacen a sí mismos los fanfarrones sólo delatan sus mayores defectos.
La profesora, para limar asperezas, preguntó:
—¿A qué aspiran ustedes en la…?
—Yo seré amo y señor —interrumpió Gualemá de forma prepotente.
—Y usted, Estevín, ¿a qué aspira en la vida?
—Yo seré presi…
La carcajada de Gualemá y Timinito no se hizo esperar.
—¡Presidente del ganado! ¡Presidente del ganado! —entonaron como canto a la maldad.
La profesora, para calmar los ánimos, les puso a dibujar sus aspiraciones.
Lenca dibujó una escuela; Gualemá, quien siempre quería deslumbrar y distinguirse, dibujó un trono; Timinito, un látigo; y Estevín, el Escudo Nacional.
De regreso a los barracones, a la carreta cargada de caña se le atascó una rueda en el empedrado arroyo.
Gualemá, quien venía detrás, lanzó su mirada altanera sobre Estevín, se comportó de manera fría e insensible, y siguió su camino.
Burruñoso, con los ojos hechos brasas, miró por debajo del yugo de la carreta a Gualemá y masculló:
—Lástima que hoy no es día de Corpus Cristi: «el día que el buey habló».
¡Guao! ¡Guao! ¡Guao! Bocanegra ladraba impaciente.
Pallé, el boyero, quien llevaba los bueyes al abrevadero, al escuchar los bramidos y ladridos desesperantes, acudió al arroyo y sacó la carreta del atolladero.
Luego de pesar la caña y llevarla a los vagones, Estevín pasó, como era su costumbre, el resto de la tarde estudiando.
Al día siguiente, cuando empezaron a cantar los pájaros, ya las ruedas de la carreta resbalaban sobre la grama del establo.
—¡Arre, Ceniciento! ¡Sube, Burruñoso! ¡Eh, Nube Negra! ¡Empuja, Bolefuego!
—Ya viene el carreterito presidente —expresó Gualemá en su modo habitual de hablar.
—Ese ruido desagradable me rompe el tímpano —agregó Timinito con menosprecio—. Mientras más a distancia deje su carreta, mejor. La profesora, ante las vejaciones les manifestó:
—Todos los sueños se pueden lograr si saben soñar.
—Menos el sueño del carreterito —aseguró Gualemá.
Dos horas después, ¡tin, tan, tin, tan!, sonó la campana para salir al recreo. Momento que aprovecharon Gualemá y Timinito para desamarrar la yunta de bueyes.
—Soltaron los bueyes! —voceó Lenca despavorida.
Se armó la corrida. El pánico se adueñó de los presentes.
Pallé, al oír la algarabía llegó de prisa, montado a caballo, enlazó los bueyes y los llevó al corral.
Cuando todo retornó a la normalidad, los dos niños, quienes se habían escondido debajo de la carreta, aún se reían de su travesura.
La profesora, muy enojada, les reprochó la mala acción.
A lo que ellos, de manera fingida, respondieron:
—Profe, perdón.
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De vuelta a los hogares, se percibía el olor de la lluvia en la naturaleza. Las hormigas aladas salieron a volar; los cangrejos abandonaron las cuevas y las golondrinas, alborotadas, no encontraban dónde posar. Repentinamente, comenzó una granizada, seguida por una lluvia densa y fría que empapó por completo a Gualemá y a Timinito. Al llegar al arroyo, la crecida no los dejó cruzar. Los truenos que retumbaban más fuerte y un rayo que carbonizó una palmera, les causó temor. Cuando la desesperación llegó a los extremos, sus cuerpos se tornaron temblorosos. Un ruido penetrante y conocido se alcanzó a oír en el torrencial.
Clap, clap, clap…
Por suerte, un relámpago iluminó la carreta.
—¡Gracias, Dios Mío! —exclamaron para sí
—¡Oh! ¡oh! ¡oooh!
Estevín detuvo la carreta y les montó. Cuando les cruzó al otro lado del arroyo, Gualemá, con los humos bajos, le preguntó:
—¿Por qué nos hiciste el favor, si nos hemos portado tan mal contigo?
—Un presidente debe servir a la gente —fue su respuesta aleccionadora.
Al terminar Estevín la escuela primaria, se fue a estudiar a la Capital en busca de realizar su sueño. Pasaron muchas “zafras”. Gualemá y Timinito se entregaron a la “buena vida”. Al no prepararse, despilfarraron toda la herencia que, con tantos sacrificios, hicieron sus familiares.
Treinta años después, cuando subían la bandera, se estacionó un carro negro, placa número cero uno, enfrente de la escuela del batey. Bocanegra, viejo y sarnoso, comenzó a menear el rabo como gran amigo de confianza. El exalumno, quien saludó de manera entrañable a la directora Lenco, tenía terciado en su pecho el Escudo Nacional. Era Estevín, el carreterito soñador, quien llevaba puesta la banda presidencial. Gualemá y Timinito tuvieron que conformarse con el usual consuelo de los que no aprovechan la oportunidad que les brinda la vida: insultar desde lejos a los triunfadores, como si estos fueran los responsables de su desventura.
Clap, clap, clap…
—¡Arre, buey haragán, arre! —azotó Timinito con el látigo el lomo del cansado animal.
—¡Qué triste es nuestro destino! —dijo Gualemá, cabizbajo, sentado en la parte de atrás de la carreta.
Al fondo del potrero sólo se escuchaba el chirrido estridente de la cigarra.