miércoles, 28 de marzo de 2018

Estela de agua


Dedicado a José De León, donde esté.

Abrigada por la humedad, ella contaba estrellas fugaces. Estaba así desde el ocaso y como cada noche, esperaba la cercanía de un barco para alcanzarlo con su canto.
—¡Uuuuuu, uuuuuu, uuuuoooaaaaaa! —saltaban melancólicas notas de contralto de su garganta fresca, mientras chispitas de espuma, bailoteaban acompasadas de sal.
Estela de Agua, virgen sirena de cuerpo de gaviota, esperaba a los marineros. Pero no a los yates o trasatlántico. Esperaba a los veleros, aquellos impulsados por Eolo, el dios del viento, con velas de nubes curtidas de salitre. Estela esperaba en el agua de mar el amor que no llegaba. Así lo sentía desde aquella noche oscura en que, hija de madre mulata y renuente a consejos, se marchó, a eso de las once de la noche, a recorrer el muelle por la avenida del puerto. Una mujer sola, de noche, no es bueno, decían, pero a ella no le importaba. Ella era ella. Hermosa, bien formada. Tenía el brillo del diamante en las pupilas y las manos de un hada. El cuerpo simétrico de las sirenas, piernas largas y bien torneadas para caminar lenta o apresuradamente; para correr si era necesario. Esa era Estela.
Claro, también tenía la boca bien puesta y decía cuanto pasaba por su cabeza. La madre aconsejaba: “Estela no hables así, que las palabras tienen poder y si no son justas se te devuelven”. “Tú vives echando maldiciones por todo”… Pero aun así, lo de Estela era no preocuparse. Así había alcanzado los quince años, así seguiría siempre.
Hasta que llegó el Viernes Santo. Ese día la esperaba un amor reciente en la orilla del río Ozama.
Pidió a una amiga que le avisara de madrugada y la madre también se despertó. Por el llamado del otro lado de los tablones del ranchito:
—¡Estela! ¡Estelita! ¡Despierta, despierta!
—Mi hija ¿para dónde tú vas? —preguntó la madre sorprendida en su cansado sueño.
—No se apure, vieja. Siga durmiendo que yo vuelvo ahorita.
—Por favor, Estela no hagas nada hoy que es Viernes Santo. ¡Ofendes al Señor!
—Ya, mamá. ¡Está bueno! Le dije que se durmiera y no me moleste más. ¡Yo sé lo que estoy haciendo.
El tono áspero, la descortesía, la desconsideración, el desamor; todo junto, amedrentó a la madre que ya estaba cansada de porfiar. No tuvo más remedio que encomendársela a Dios como último recurso.
—Padre, ten piedad de esta criatura que no entiende el daño que se está causando a sí misma.
Estela salió sin preocuparse de cerrar la puerta y el viento frío de la madrugada se coló por los trapos de la cama lastimando a la anciana en sus huesos. Ese mismo frío besó el rostro lozano de la arrogancia. Su amiga se arrimó un poquito para protegerse, pero ella la empujó.
Cuando llegaron a la orilla del río, ya un grupo de muchachos se bañaba. Bromeaban en voz muy alta sobre la posibilidad de convertirse en pez uno, en pulpo otro, en culebras marinas, otros…
Estela los miró uno por uno y supo que su amor no había llegado. Se quitó la ropa cantando. Quedó con su traje de baño dorado. Un ramo de piropos se le entregó antes de que se tapara los oídos con un gorro. Entonces se tiró al agua y comenzó a nadar. A nadar con elegancia, con gracia… ¿Por qué no iba a disfrutar de aquello sólo por ser Viernes Santo? ¡Caramba! La gente estaba loca con todas sus creencias idiotas.
Los muchachos se le iban acercando para cortejarla y de pronto tuvieron una visión que los paralizó. Sorprendidos retrocedieron. Uno que se acercó por debajo quedó ciego. Un monstruo agitaba el agua con su aliento de pez gigante.
Estela tenía los ojos cerrados y flotaba. Sintió que el agua se calentaba. El calor la fue abrasando desde las puntas de los cabellos hasta las puntas de los pies. Quedó iluminada como una luciérnaga de agua.
Abrió los ojos y se dio cuenta de que todos los que la rodeaban corrían hacia la orilla; pero una fuerza extraña la halaba hacia el centro del río, hacia el fondo del agua oscura, hacia la nada mojada.
***
Estela despertó en alta mar. Estaba sobre una roca y las gaviotas la contemplaban irascibles. Trató de incorporarse y quedó semi sentada. Fue en ese instante que comprendió: ya no era ella sino otra cosa. En lugar de piernas, tenía patas de gaviota y un plumaje blanco rodeaba sus brazos pero no eran alas. Un chirrido agudo salió de su garganta.
Una risa grotesca llenó todo el espacio. El tritón que la había rodeado en el río, ahora se burlaba dejándola sola en medio del inmenso océano.
Lo más extraño era que constantemente se encontraba donde hubiese algún niño o niña a punto de soltar improperios. Algo más fuerte que ella la obligaba a soplarles, angustiada, para espantar pensamientos y malas intenciones antes de que se materializaran con el poder de las palabras. Pero nadie podía verla y su soplo era ineficaz.
Estela, monstruo de agua, ya no tenía el don del habla. Ahora sólo aullaba y no podía recordar más nada que a una madre mulata muerta en su propia cama.

©Leibi Ng

No hay comentarios:

Publicar un comentario

¡Es fácil! ¡Tú dices! ¡Yo te escucho! Yo contesto... ¡Así hablamos!

Cuerpo en una burbuja: una innovación de la poesía dominicana

Ryan Santos Agradable ha sido para mí sumergirme en otra obra del prolífico escritor dominicano Julio Adames, a quien tuve la oportunidad de...