Ahora han transcurrido cinco años desde que mamá se fue y Teudy tiene siete años y Eudy seis. Saben que su papá los quiere mucho pero no pasa tiempo con ellos. No puede, pues siempre sale a trabajar temprano y no regresa hasta la noche, muuuuy cansado.
En la escuela, Teudy y Eudy son tímidos. No miran a nadie a los ojos y no hablan mucho, al contrario de los otros niños.
Un día, la abuela también murió y Teudy y Eudy se quedaron solos con su papá. El pobre hombre estaba muy serio. A los niños les pareció que lloraba encondiéndose en algunos rincones de la casa. Pasaron los días y la penumbra se estaba enseñoreando en aquel lugar. Entonces ellos empezaron a mover las cosas, no sabían por qué.Arrastraban los muebles y los dejaban fuera de lugar. Jugaban pegándose y trataban todo el tiempo de quitarse los juguetes uno al otro. Así no duraban, trabajando en la casa, las muchachas que el padre contrataba para cuidarlos.
Los niños respiraban desolación. Los rayos del sol no inspiraban sus juegos y cada objeto en la casa era un estorbo.
Un día, papá llegó con una señorita. Ella tenía un vestido verde como el prado donde los niños querían ir a jugar. Su boca estaba pintada de rojo y su sonrisa mostró un senderito por descubrir ya que se toparon con esa sonrisa en el comedor, en el pasillo, en el baño y en la habitación cuando se fueron a acostar, pero… ¿de qué se reía esa muchacha? Lo tendrían que averiguar. Minerva era su nombre y trabajaba en una clínica como psicóloga.
Durante los siguientes días, Teudy y Eudy se quedaron quietos viendo como se comportaba Minerva y ella se fue dando cuenta de lo que les gustaba, o de lo que no les gustaba; de lo que sabían y de lo que no sabían; de lo que querían y de lo que no querían… Pasaban los días y Minerva los iba a buscar a la escuela. Escuchaba a la profesora cuando se quejaba del cuaderno estrujado de Teudy y de la travesura de Eudy, pero al contrario de todas las mamás del mundo, Minerva no los regañaba.
Una mañana llegó papá más misterioso que nunca. Los llamó y los sentó a su lado. Teudy a la derecha y Eudy a la izquierda. Les dijo:
—Niños —ustedes necesitan una mamá y yo una esposa, como quiero a Minerva, me voy a casar con ella y nos mudaremos los cuatro a una casa nueva, ¿qué les parece?
Teudy guardó silencio. Eudy preguntó:
— ¿Y por qué hay que irse a otra casa? ¿Es que no te gusta esta?
— Hijos, quiero empezar una nueva vida y esta casa está llena de recuerdos de su mamá, de mi mamá… ¿comprenden?
Teudy y Eudy, desde ese momento, empezaron a recorrer las habitaciones. En el antiguo cuarto de su mamá, todo estaba tal y como cuando ella vivía porque la abuela se había empeñado en que nada fuese tocado. Decía que su espíritu estaba aún allí. Ahora que la abuela ya no estaba, también su propio cuarto estaba intacto, ni siquiera lo habían vuelto a abrir y era triste mirar la puerta cerrada.
Teudy y Eduy pensaron en todos los rincones de la casa. Eran buenos para jugar a las escondidas, pero había mucha tristeza y soledad en ellos. Por fin, Teudy dijo:
—Si hay casa nueva, una vida nueva, y Minerva será nuestra madre, seremos una familia completa y no nos pelearemos. ¿Qué tú crees?
—Estoy de acuerdo, seremos una familia nueva. —Ambos chocaron sus manos abiertas en señal de pacto, luego sus puños cerrados para confirmar. Pero ninguno sonrió.
Transcurrido el tiempo, todo iba bien para la familia. Papá llegaba un poco más temprano para jugar con ellos y ayudarles con las tareas de la escuela. Teudy y Eudy estaban felices porque sus padres hacían todo lo posible para que ellos estuviesen bien. Tenían un padre, una madre, una casa, educación… ¡Y una mamá que les impedía correr por toda la casa, tirarse cosas y dejar la ropa o los juguetes tirados! ¡cómo los niños estables del mundo!
Sin embargo, había algo que no comprenderían sino cuando pasara mucho tiempo. Minerva, como todas las madres del mundo, había empezado a regañarles; les prohibía cosas, les exigía otras, y a veces les castigaba cuando desobedecían.
El padre, ante sus quejas, les decía:
—La vida es así hijos míos. Hay cosas que se hacen, y hay otras que no se pueden hacer.
Los cuatro sonreían porque bien que entendían todo lo que una madre sabe.
©Leibi Ng
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