A la señorita Josefita Cestero. Esposa del autor desde 1898.
-Mamá, ¿sabes que el Niño va a ponerle esta noche a Pepito muchísimos dulces y juguetes en los zapatos? Me lo dijo, que su papá se lo había asegurado. Y yo quiero que a mí me ponga también. Caramba, que el año pasado me dejó esperando.
La madre sintió que se le aguaban los ojos y oprimió contra su seno al hijo querido que se iba a acostar la Nochebuena sin más cena que la ordinaria y amanecería el sábado de Pascuas sin otro juguete que el palo de la escoba. Había hecho lo posible por ahorrar algo para comprarle un caballito de madera que le había gustado; pero todo fue inútil y llegó el día con la misma miseria que los anteriores.
-Luisito- le dijo para consolarlo- la Virgen es muy buena. Rézale la oración que te he enseñado. Pídele con devoción que te mande esta noche al Niño con muchos regalos y verás cómo te lo concede, querubincito mío. Arrodíllate y reza, que la Virgen nos oye.
-¿Y me traerá el caballito?- balbuceó el chico, soñoliento ya, con los ojos medio entornados.
-Sí, hijito. Te lo traerá para que juegues, y muchos dulces y confites.
-Pues bueno- replicó él, y se puso de hinojos frente a su madre, lleno de unción, las manos palma con palma a la altura del pecho, y la cabecita rubia echada hacia atrás, circundada de rizos que tembloteaban al menor movimiento.
Luego empezó en su adorable media lengua:
“Dios te salve, María. Llena eres de gracia”…
El sueño bajaba como una venda sobre sus ojos, y cuando terminó la oración apenas le quedó tiempo de preguntar a su madre:
-¿Tú crees que me lo traerá?...
-Sí, queridito mío- le respondió ella, besándolo y estrechándolo en su regazo, donde al momento se quedó dormido con la serena placidez de los niños, con esa respiración tranquila y pausada, encanto de las madres.
En cuanto amaneció, Luisito saltó de la cuna, sonriente la carita molletuda, con los ojos todavía abogatados por el sueño. Metió la mano del lado donde estaban sus zapatitos, con la seguridad de quien sabe dónde está lo que busca, y retiró un lujoso cartucho, lleno de confites y juguetes.
-Mamá, - gritó – mira lo que me trajo el Niño. ¡Qué bonito!
La madre, asombrada, no sabía qué responder, sin darse cuenta del milagro de aquel regalo que no había traído ella.
-Yo lo vi cuando me lo dejó. El pobre… Me dio más pena… Lo mató ese diablo.
-¿Cómo, que tú lo viste?- le preguntó la madre más asombrada todavía.
-Sí. Yo estaba acostado, y todo se puso claro. Creí que era de día y pensé llamarte, cuando vi al Niño que entraba por la pared, ahí, al lado de tu cama.
Era chiquito y tenía puesta una gran capa de pieles como ésa de los reyes, que tú me cuentas. Le arrastraba un pedazo largo, largo. En la cabeza traía su coronita, a los dos lados, de color de frijoles colorados, y me miraba con sus ojitos, como diciéndome: “Todo esto es para ti, Luisito”; y yo contento, gritándole que caminara; porque mira, mamá, todavía no ha aprendido a andar y venía gateando con el cartucho entre los dientes, arrastrándolo despacio, como si le pesara mucho.
-Pero tú soñaste todo eso, Luisito- le interrumpió la mamá, sonreída de orgullo por la imaginación de su chicuelo.
-No señora, que lo vi bien. El pobre… Ya estaba junto a mis zapatos cuando llegó el diablo, con sus ojazos de candela, y sus uñas de garfios, y su rabo… un rabo así, de este tamaño; y sin decirle nada, saltó sobre el Niño, y lo mordió en el pescuezo y lo mató. Cuando yo lo oí gritar me dio un miedo… que no puede ni hablar para llamarte. ¡Qué malo es el diablo! Debe de haber estado escondido detrás del baúl acechando al Niño, calladito; porque yo no lo vi ni lo oí, sino cuando le cayó encima. ¡Jesús, cómo lo mordía y le desgarraba su capita con aquellas uñas!...
-Pero, ya ves que es sueño, hijito. Aquí estarían el cuerpecito y los pedazos de la capa.
-Sí, te parece… Porque se lo llevó a la cocina y allá fue que se lo comió crudo.
Anda y verás los pedazos. Ah, ¿tú no quieres ir? Anda a verlo.
La madre por no contrariarlo, pasó a la cocina, y efectivamente, debajo de una mesa encontró la huella del crimen. Allí estaban los restos de un ratón que Pusito había destrozado esa noche.
Entonces se dio cuenta de aquello, que era como milagro de la Virgen en favor de Luisito.
Los ratones habían hecho un agujero en la pared medianera, comunicando así el dormitorio con un aposento de la casa contigua, que era de una familia rica. Un ratón pilló el cartucho que los padres le habían colocado debajo de la cama al niño, y lo traía arrastrando para llevarlo a su cueva, cuando al pasar por debajo de la cuna de Luis lo asaltó Pusito y le quitó la bolsa y la vida, quedando el rico botín de confituras y juguetes, que el gato no apetecía, como regalo de Pascuas del niñito que había soñado la tragedia idealizada, mientras se estaba verificando.
Tomado de: Cuentos puertoplateños de José Ramón López. Páginas: 111-113
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