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Sobre el Tiempo Presente/ANDRÉS L. MATEO
Andrés L. Mateo (1946; Santo Domingo) es un escritor, novelista, poeta, filósofo, educador, crítico literario, ensayista e investigador [1] dominicano, ganador del Premio Nacional de Literatura 2004. Wikiperia |
A Lorelay Carrón,
Eleanor Grimaldi y Leibi NG.
La literatura infantil, o literatura para niños, no ha tenido en nuestro país muchas teorizaciones ni realizaciones. Son contados los libros infantiles que se publican en nuestro medio, y muy pocos los escritores con un cierto perfil profesional que han publicado textos infantiles. Con excepción de Marcio Veloz Maggiolo y su libro De dónde vino la gente, basado en las observaciones de Fray Ramón Pané, únicamente Manuel Rueda intentó reunir en un volumen trabajos narrativos de diversos autores dominicanos.
El niño es una figura sublimada del entorno social, y la
dificultad de acercarse a su mundo estriba, a mi modo de ver, en que la
fantasía no puede codificarse, puesto que sus raíces son el universo onírico
que escapa constantemente a nuestro control. La tradición pretende, a través de
la escritura de un texto para niños, ofrecer una diversión y unos
conocimientos. El modelo es siempre el de una literatura edificante que
subordina toda la historia a una moraleja que puede o no estar oculta en el
relato. Pero, a la luz de los nuevos conocimientos sicológicos, ¿puede
considerarse adecuada una literatura infantil que solo ofrece balbuceos,
consignas, o verdades codificadas de antemano en la retórica implícita de una
moraleja?
Es claro que el mundo de hoy es un mundo complejo, y que el
bombardeo de informaciones que recibe el niño sobre el mundo exterior abruma la
vieja noción de minoridad intelectual. Los mismos mecanismos de la modernidad,
sin embargo, obligan a desarrollar en la conciencia infantil una cierta
imaginación liberadora, que rechace las actitudes cohibitivas de la conducta de
los adultos, y que le permita acceder al mundo de lo imaginario, nombrar lo
innombrable, proyectar sus temores más primarios, su inseguridad, su angustia.
En un mundo así, que él reconoce como suyo, los temores se diluyen al
compartirlo con la ficción, y la ficción es el vuelo del pensamiento, la
fantasía como un mecanismo de conocimiento.
La gran literatura infantil de todos los tiempos ha
desempeñado este papel, y ha supervivido, en la traición creadora, al tiempo
arquetípico, al de los adultos, para situarse en el de la imaginación. Engañosa
era, así, para los viejos pedagogos, las alas sin límites que hacían volar los
cerdos en los cuentos del viejo Lewis Carrol. Y cien años antes, los Cuentos de mi madre la Oca, de Charles Perrault, que
contienen los mundialmente famosos Pulgarcito, El Gato con botas, Caperucita
Roja, etc. ¿No eran, acaso, la reivindicación más plena de la fantasía no
manipulada? Jonathan Swift, aquel personaje iracundo que escribió en su
epitafio, de su puño y letra: “Se ha ido a donde la fiera indignación no podrá
lacerar más su corazón”; escribió también, Los viajes de Gulliver,
y quedó en las letras más por el vuelo fantástico que dio a su ira, a su moralidad
sin fronteras, que por lo que intentó combatir con sus panfletos. Ahí están los
textos de Mark Twain, de Daniel Defoe, Elena Fortún, Sir James Barrie, Horacio
Quiroga, José Martí. Todos al margen de esa coacción confesada o no, que se
ejerce sobre el niño, creando un arte fundado en la afectividad y la
inteligencia, que como dice Piaget, constituyen los dos aspectos
complementarios de toda conducta humana.
Muy pocas son, en la historia de la literatura universal,
las obras literarias infantiles que conjugan la excelencia formal con el
contenido adecuado, liberador. Y menos, los escritores consagrados en este
género. Los libros infantiles son una mediación entre la realidad objetiva y el
mundo interior de su destinatario. Todos los elementos que la poesía redescubre
en la realidad circundante sirven para instalar al niño en el mundo de los
objetos, salir al espacio mítico de la realidad, hacerse su cómplice en ese
tiempo inacabable del nunca jamás, y hasta negarse a crecer frente a la
racionalidad absurda de los adultos, como el niño sublime de la novela El tambor de hojalata, de Günter Grass.
Aunque objetivamente no existen obstáculos para que un libro
para niños sea también una obra literaria, el hecho comprobable es que se
pueden contar con los dedos de la mano los libros merecedores de tal
denominación. En la República Dominicana
esa práctica de la escritura para niños es casi totalmente ignorada, lo que
deja fuera un auditorio que en nuestro país es mayoritario. Esto entraña un
reto a los autores nacionales par que prestigien y cultiven el género, tan
olvidado, tan empequeñecido. Hay además, un motivo adicional: este vacío ha
permitido que el público infantil dominicano quede a merced de aventureros y
comerciantes, que en busca de dinero tratan de ahorrarles el esfuerzo de
pensar, juzgando a la niñez como a pequeños animalitos cariñosos, minimizando
su capacidad racional, empobreciendo su lenguaje con diminutivos.
La literatura infantil nace siempre como una necesidad
poética. Y pienso que se es escritor, que el camino de acceso a lo infantil
pasa siempre por la condición de escritor, aunque se achique y se incline hasta
la pequeña estatura del niño. Lo poético es el ala tendida de la imaginación,
que contrario a lo que creen los mercaderes de espectáculos infantiles, no
tiene nada de maniqueo, y ni siquiera es simple en su morfología. Les dejo,
como muestra, estos versitos tomados de Las canciones de la nana
Cleofás, viejas leyendas infantiles mexicanas, transmitidas de
generación en generación, por vía oral:
«Estaba la luna
pelando su tuna
y echaba las cáscaras
en una laguna.
La Luna está triste
no duerme de noche
porque un conejito
le muerde el cogote.
Conejo, Conejo,
¿por qué te subiste
a la panza blanca
de la Luna triste?
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