lunes, 26 de abril de 2021

Literatura y Público Infantil, artículo de Andrés L. Mateo, publicado en El Siglo, el 9 de diciembre de 1992

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Sobre el Tiempo Presente/ANDRÉS L. MATEO 

Andrés L. Mateo (1946; Santo Domingo) es un escritor, novelista, poeta, filósofo, educador, crítico literario, ensayista e investigador [1]​ dominicano, ganador del Premio Nacional de Literatura 2004. Wikiperia


A Lorelay Carrón, Eleanor Grimaldi y Leibi NG. 

La literatura infantil, o literatura para niños, no ha tenido en nuestro país muchas teorizaciones ni realizaciones. Son contados los libros infantiles que se publican en nuestro medio, y muy pocos los escritores con un cierto perfil profesional que han publicado textos infantiles. Con excepción de Marcio Veloz Maggiolo y su libro De dónde vino la gente, basado en las observaciones de Fray Ramón Pané, únicamente Manuel Rueda intentó reunir en un volumen trabajos narrativos de diversos autores dominicanos.

El niño es una figura sublimada del entorno social, y la dificultad de acercarse a su mundo estriba, a mi modo de ver, en que la fantasía no puede codificarse, puesto que sus raíces son el universo onírico que escapa constantemente a nuestro control. La tradición pretende, a través de la escritura de un texto para niños, ofrecer una diversión y unos conocimientos. El modelo es siempre el de una literatura edificante que subordina toda la historia a una moraleja que puede o no estar oculta en el relato. Pero, a la luz de los nuevos conocimientos sicológicos, ¿puede considerarse adecuada una literatura infantil que solo ofrece balbuceos, consignas, o verdades codificadas de antemano en la retórica implícita de una moraleja?

Es claro que el mundo de hoy es un mundo complejo, y que el bombardeo de informaciones que recibe el niño sobre el mundo exterior abruma la vieja noción de minoridad intelectual. Los mismos mecanismos de la modernidad, sin embargo, obligan a desarrollar en la conciencia infantil una cierta imaginación liberadora, que rechace las actitudes cohibitivas de la conducta de los adultos, y que le permita acceder al mundo de lo imaginario, nombrar lo innombrable, proyectar sus temores más primarios, su inseguridad, su angustia. En un mundo así, que él reconoce como suyo, los temores se diluyen al compartirlo con la ficción, y la ficción es el vuelo del pensamiento, la fantasía como un mecanismo de conocimiento.

La gran literatura infantil de todos los tiempos ha desempeñado este papel, y ha supervivido, en la traición creadora, al tiempo arquetípico, al de los adultos, para situarse en el de la imaginación. Engañosa era, así, para los viejos pedagogos, las alas sin límites que hacían volar los cerdos en los cuentos del viejo Lewis Carrol. Y cien años antes, los Cuentos de mi madre la Oca, de Charles Perrault, que contienen los mundialmente famosos Pulgarcito, El Gato con botas, Caperucita Roja, etc. ¿No eran, acaso, la reivindicación más plena de la fantasía no manipulada? Jonathan Swift, aquel personaje iracundo que escribió en su epitafio, de su puño y letra: “Se ha ido a donde la fiera indignación no podrá lacerar más su corazón”; escribió también, Los viajes de Gulliver, y quedó en las letras más por el vuelo fantástico que dio a su ira, a su moralidad sin fronteras, que por lo que intentó combatir con sus panfletos. Ahí están los textos de Mark Twain, de Daniel Defoe, Elena Fortún, Sir James Barrie, Horacio Quiroga, José Martí. Todos al margen de esa coacción confesada o no, que se ejerce sobre el niño, creando un arte fundado en la afectividad y la inteligencia, que como dice Piaget, constituyen los dos aspectos complementarios de toda conducta humana.

Muy pocas son, en la historia de la literatura universal, las obras literarias infantiles que conjugan la excelencia formal con el contenido adecuado, liberador. Y menos, los escritores consagrados en este género. Los libros infantiles son una mediación entre la realidad objetiva y el mundo interior de su destinatario. Todos los elementos que la poesía redescubre en la realidad circundante sirven para instalar al niño en el mundo de los objetos, salir al espacio mítico de la realidad, hacerse su cómplice en ese tiempo inacabable del nunca jamás, y hasta negarse a crecer frente a la racionalidad absurda de los adultos, como el niño sublime de la novela El tambor de hojalata, de Günter Grass.

Aunque objetivamente no existen obstáculos para que un libro para niños sea también una obra literaria, el hecho comprobable es que se pueden contar con los dedos de la mano los libros merecedores de tal denominación.  En la República Dominicana esa práctica de la escritura para niños es casi totalmente ignorada, lo que deja fuera un auditorio que en nuestro país es mayoritario. Esto entraña un reto a los autores nacionales par que prestigien y cultiven el género, tan olvidado, tan empequeñecido. Hay además, un motivo adicional: este vacío ha permitido que el público infantil dominicano quede a merced de aventureros y comerciantes, que en busca de dinero tratan de ahorrarles el esfuerzo de pensar, juzgando a la niñez como a pequeños animalitos cariñosos, minimizando su capacidad racional, empobreciendo su lenguaje con diminutivos.

La literatura infantil nace siempre como una necesidad poética. Y pienso que se es escritor, que el camino de acceso a lo infantil pasa siempre por la condición de escritor, aunque se achique y se incline hasta la pequeña estatura del niño. Lo poético es el ala tendida de la imaginación, que contrario a lo que creen los mercaderes de espectáculos infantiles, no tiene nada de maniqueo, y ni siquiera es simple en su morfología. Les dejo, como muestra, estos versitos tomados de Las canciones de la nana Cleofás, viejas leyendas infantiles mexicanas, transmitidas de generación en generación, por vía oral:

 

«Estaba la luna

pelando su tuna

y echaba las cáscaras

en una laguna.

La Luna está triste

no duerme de noche

porque un conejito

le muerde el cogote.

Conejo, Conejo,

¿por qué te subiste

a la panza blanca

de la Luna triste?

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