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Érase una vez un pueblecito donde vivían dos gotas de agua llamadas Melina y Massiel. Desde tempranas horas de la mañana, iban por los montes de hoja en hoja, de flor en flor; corrían por los troncos y saltaban de piedra en piedra.
Llegaron al río y empolvadas de tierra se lanzaron a rodar. La corriente de agua las arrastraba. El agua les devolvió su color. Volvieron a ser claras y transparentes como dos lágrimas. Llegaron alegres al mar. Las olas las mecían en sus lomos de un lado a otro y ellas, muy contentas, reían y bailaban en un solo pie. El aire las empujaba de un lado a otro y ellas, muy contentas, reían y bailaban en un solo pie. El aire las empujaba de un lado a otro y las vestía de sal. A la vez, sentían un frío intenso.
El Sol, al verlas temblando, las abrazó con sus rayos dorados. Se calentaron tanto que volaron al cielo. Al verse tan altas, acostadas en una tranquila nube, Melina le dijo riendo al Creador del mundo:
—Papá Dios, mi amiga y yo queremos vivir aquí en el cielo, a tu lado.
Y allá en el cielo azul, Papá Dios se pasó sus manos por las barbas de nube, las miró con ojos de estrellas, las miró con ojos de estrellas, pensativo ante el pedido de las dos gotas de agua. Y les dijo con su voz de trueno y rayo.
—No puedo complacerlas.
—¿Por qué? —Preguntó Massiel —Nos vamos a poder muy bien aquí.
Dios se quedó en silencio, pensando acerca de las palabras de Melina y su amiga…
—Por favor, Diosito —dice Melina juntando sus dos manitas.
—No puedo —dijo Dios preocupado por el pedido de las dos gotas de agua—. El mundo sin ustedes —continuó Dios hablando pausadamente y acariciándose las barbas— no tendría color, los árboles morirían de sed, los ríos se convertirían en caminos de piedras, las flores se secarían en caminos de piedras, las flores se secarían de tristeza, los animales morirían y el mundo desaparecería por completo.
—No sabía que dos simples gotas de agua como nosotras fueran tan importantes —dijo Melina.
—Cada una de ustedes es importante —les contestó Dios. —Ustedes juntas forman los ríos, el mar, las nubes, y hasta la propia vida de los seres humanos que viven en la tierra.
—Dios —dice Massiel, —perdónanos por pensar sólo en nosotras.
—Todo el mundo —les dijo Dios, —piensa que su mundo es el más importante, pero el mundo es de todos. Cada cosa que existe en el mundo está cumpliendo una función y si el hombre aprendiera de la sabiduría de la naturaleza, ese mundo sería más bello.
Las dos gotas de agua se miraron y se agarraron con sus húmedas manos dispuestas a bajar de nuevo a la Tierra. Dios comprendió que ya ellas habían entendido la lección y comenzó a soplar lentamente sobre las nubes. Entonces, las nubes abrieron sus puertas y varias gotas de agua bajaron a la tierra de nuevo. Melina, contenta, mientras caían, cantaba una canción.
La canción de Melina decía así:
Volvemos contentas del Cielo,
a besar la tierra y mojar los campos,
a acariciar las hojas de los árboles.
Volvemos del cielo, brillantes,
a encender los colores en las flores
y a escuchar el dulce canto de los pájaros.
Volvemos del cielo bendecidas,
a limpiar el mundo, a alimentar los ríos
y a llenar de agua los mares.
Volvemos del cielo cristalinas,
a alegrar el mundo.
Volvemos del cielo,
a murmurarle a la gente
cuánto Jesús los ama…
Dios escuchó la canción de Melina entonada y se puso jubiloso.
Entonces las alcanzó y les dijo a las dos con voz de trueno y rayo:
—Gotas de agua, lágrima de mis ojos, que salen de mi alma, demuestren a todos en el mundo mi gran amor por ellos.
©Marino Beriguete de su libro MELISSA Y EL ÁRBOL
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