Para
mis hermanos Tatín y Memé.
No
sé si recuerdas el día que llegaste al taller para hacer sillas. Entre varios
chicotes me escogiste a mí. Quién sabe si por el tamaño o por el grosor, ya que
todos éramos desperdicios de baitoa. Un montón de pedazos de madera puestos al
sol para que nos secáramos. Nuestro destino era ser quemados en el anafe donde
se cocinaba el arroz. Nuestro sacrificio ayudaba a la alimentación de la
familia.
Yo
todavía no estaba seco, tampoco verde. Mi estado era de acojuelamiento, con la suficiente dureza para que me tallaran y no
tan suave como para que el trabajo fuera fácil y después de que perdiera toda
la humedad, me desfigurara.
Empezaste
con un machete bien afilado. Luego raspaste mi superficie con el cuchillo que
tu padre usaba para desollar los chivos. Recuerdo el tirón de orejas que
recibiste por usarlo y tu grito de dolor… Fueron cinco días, entre rato y rato;
suficientes para que te sintieras satisfecho.
Me
hiciste casi redondo para que rodara lejos cuando dejara de bailar y así evitar
quedar dentro de círculo que daba inicio al juego. El clavo que me pusiste de
pie, lo afilaste tanto, que si no me movían, hacía un hoyo en la tierra, lo que
de vez en cuando sucedió, principalmente cuando estaba floja por efecto de la
lluvia.
Cuando
nos ponían a bailar dentro del círculo, aquel de nosotros que no rodara lo
suficiente para salir de él, se quedaba, y los demás trataban de sacarlo con
sus respectivos trompos. Quien lo lograra, se convertía en su dueño, pero
algunos niños nos clavaban, lo hacían de maldad y ahí venía el pelear con los
trompo.
Me
peleabas contra los de guayacán, de caoba, de roble, también de esa madera
fibrosa que le decían majagua… Contra todos me tiraste y a todos los rajé. Fui
dichoso. Muchas veces sentí miedo, principalmente cuando me enfrentabas a los
de guayacán, pero esos, cuando secaban, se rajaban solos. Nosotros los de
baitoa, mientras más pasa el tiempo, más endurecemos. Me cayeron muchos trompos con clavos bien
afilados, pero mi fortaleza me permitía rechazar las picadas profundas.
Los
de caoba y roble quedaban marcados, cuando terminaban las jornadas parecían que
habían sido picados por la viruela. Los de majagua eran los más difíciles: su
fibra los hacía flexibles, pero también aprendí que dándoles de refilón podía
irle comiendo poco a poco su cuerpo y después no podían bailar bien. Se
convertían en carretas, es decir, más que bailar, corcoveaban, perdían la
gracia de ser un buen trompo.
Nunca
te fallé, siempre enfrenté con éxito los retos que me impusiste. ¡Claro! Contando
con la eficiente ayuda de ese clavo que en lugar de gastarse, parecía crecer cada
vez que le pasabas la lima o lo frotabas en la piedra de amolar del viejo.
Tanto el clavo como yo, nos las arreglábamos para que salieras triunfante, lo
hacíamos por el amor que pusiste cuando nos estabas fabricando.
Más
de tres años pasamos en esos pleitos y en diversión sana, como cuando me
lanzabas y con la palma de la mano me atrapabas. Allí bailaba suavemente, como
un bailarín de ballet. También me gustaba que me pusieras a bailar sobre la
cuerda, para eso la ponías doble y me deleitaba sintiendo como me rascaba la
barriga.
Hoy
cumplo quince, sin que me hayas vuelto a buscar. No solo has dejado de usarme,
ya ni siquiera una relampagueante mirada me diriges. Cuando llegué a esta caja,
los demás juguetes me animaron diciéndome que no me preocupara, que no me
usabas porque creciste y tus entretenimientos son otros, que cualquier día
alguno de tus hijos o sobrinos me recogería y que otra vez me pondrían a bailar
y a batallar contra mis iguales de otros niños.
Como
si fuera de otro mundo llegan a nosotros las conversaciones que sostienes con
tus amigos de infancia, debido a que están en otra habitación parece que fueran susurros, pero eso no impide
que todos los juguetes aquí abandonados escuchemos el amor con que te refieres
a nosotros y cuando te oigo hablar de mí me dan ganas brincar de la caja y
salir bailando, es en ese momento cuando busco y no encuentro la cuerda que me
impulsaba ¿la recuerdas? Era una gangorra fina, número tres; ese trozo que le
quitaste a uno de los bollos que tenía tu padre para reparar el chinchorro.
©JUAN BÁEZ MELO
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