Había una vez una niña muy bonita, que se llamaba Rocío. Tenía un
hermanito, también muy bonito, que se llamaba Ángel. A los dos les gustaba
bailar, cantar, jugar con sus amiguitos y también con animalitos como gatos,
perros, pájaros… pero sus animales preferidos eran las luciérnagas, en especial
una muy pequeña, a la que llamaban Cocuyito.
Rocío, Ángel y sus padres formaban una familia humilde. Vivían en
una casa muy pequeña, tal vez la más pequeñita y la más hermosa de toda la
ciudad. Tenían una vida muy sencilla y eso les permitía apreciar los detalles
de la naturaleza y disfrutar de pequeñas cosas como mirar las estrellas, disfrutar
las puestas de Sol y la salida de la Luna… ¡No se cambiaban por otros, no
señor!
Jugar con Cocuyito era algo muy preciado para ellos y hasta lo
escuchaban con el corazón:
—Durante el día, guardo energía. De noche, mi luz interior sale para
iluminar a las personas —así hablaba Cocuyito.
Rocío contó a Cocuyito que para la Navidad deseaba con todas sus
fuerzas un regalo que pudiera compartir con la gente del pueblo, especialmente
aquellas personas apagadas que no irradiaban luz, y se perdían de los pequeños
detalles de la vida.
El día de la Navidad, Rocío se despertó más temprano que nunca. Aún
estaba la Luna reinando en el cielo sin dar paso a los rayos del Sol. La niña
se estiró y salió ágilmente de la cama para descorrer la cortina. Miró al Cielo
y sus ojos mostraron el asombro al contemplar las figuritas que le presentaban
las nubes.
Rocío no esperaba recibir un regalo tan extraordinario, brincó de la
alegría, y gritó tan pero tan fuerte que despertó a su hermanito, a su papi, a su
mami, a su gato, a su perro… despertó a los vecinos del edificio, del barrio y
de toda la ciudad.
La sorpresa fue mayor cuando Rocío y su familia se dieron cuenta de
que nadie más podía disfrutar de la sorpresa del cielo. ¡No veían lo que ellos!
Entonces se sentaron pacientes a deleitarse en familia. Se reían y divertían
invitando a los demás vecinos, pero ellos no entendían. La mamá de Rocío hizo
sabrosas galletitas; su papá limonada y los niños prepararon la mesa con un
hermoso mantel de flores pero los demás seguían sin ver nada en el cielo.
—Paciencia y alegría —comentó Cocuyito. —Ya verán como poco a poco llegarán
mis amigos y formarán cadenas luminosas.
Empezaron a llegar primero los perros, gatitos, gallos, un cerdo,
una vaca, el gallo, “el gallo, la gallina y el caballo…”. Luego la maestra, el
carpintero, los abuelos, un artista, el señor del colmado, y como guiados por
la magia y el espíritu de la Navidad, una energía muy fuerte empezó a fluir. El
cielo brillaba y los rostros de las personas también.
Los cocuyos formaron en el cielo una gran estrella brillante y, en
la Tierra, junto a Rocío y su familia, los demás hicieron una cadena luminosa
tan grande que debió girar en el centro hasta convertirse en un corazón que
destellaba la hermosa luz del amor, la unidad y el perdón.
Rocío no dejaba de sonreír, lo que daba más luz a su carita y, con
gran fuerza gritó su deseo de Navidad para todos y todas:
—¡Que el Ángel de luz, con amor y con bondad, llene sus corazones de
energía de paz y de sabiduría. ¡Feliz Navidad!
©Paula Disla
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