domingo, 17 de julio de 2011

Tripulante de un barco de caracoles

Un pueblo llamado Pan y otros


Recuerdo a “Enriquito y Serafín”. Al Dr. Oscar Holguín-Veras Tabar leyéndolo en voz alta para el grupo desde las páginas del Suplemento cultural “Isla Abierta”. Recuerdo también la coincidencia de luz con “El cocuyito bonachón”, del odontólogo escritor y con la conducción liberadora de la ciguapa de Brunilda Contreras desde su encierro de rendijas hasta el monte. Los seres de brillo iluminan la literatura infantil.
Brunilda me hizo llegar con Mary Collins los nueve relatos de “Un pueblo llamado Pan…” y aquí se incluye el cuento ganador del Premio Nacional de Literatura Infantil 2002. Terminé de leerlo y me quedé flotando. Tenía viva la cultura de mi tierra palabra por palabra.
José Enrique García, poeta, escritor, periodista, padre… ha sido una figura discreta en la literatura infantil dominicana. Tal vez porque desde que se inició no se encasilló con un público y supo siempre que literato es todo aquel que se comunica con las almas a través de la palabra escrita (¡y los niños son almas!). 

García, sin estridencias, transmite el sosiego de una personalidad que fluye tras el equilibrio. No lo conozco más que de leerlo poco y no muy bien, pero, así de lejos, con el viento ululando en la ventana y su libro entre los dedos, siento que hay panteísmo en este hombre que utiliza las palabras como destellos para llegar al sentimiento.

Estos nueve cuentos te graban una frase aquí, otra allí, y de esa manera tan sencilla, el libro se  incorpora a quien lo lee. ¿Acaso no es la máxima ambición de un escritor fluir con sus letras de manera ligera y rítmica por el torrente sanguíneo de los lectores?
José Enrique García lo tiene ganado. Un estilo singular que ahora descubro en una mezcla racional de sobriedad e imaginación, como quien está muy consciente de que esta última hay que administrarla a cucharadas, no vaya a ser cosa que.
Fuera de la vieja discusión de si se trata de cuentos “donde se narra un hecho de indudable importancia”, o de relatos (narraciones cortas), observo que la ecuanimidad del narrador mantiene la pasión bajo mínimos. Sin renunciar a la voz aleccionadora, sirve historias con elegancia. “Un pueblo llamado Pan…” arroja un resultado que se me antoja escala para subir a Dios, a la Naturaleza, a la Verdad del Alma… sí con mayúsculas, así. Esas cosas que sostienen la vida, sus ganas de ser con sentido.
El milagro del árbol que retoña, las luces que nos guían en los momentos más desesperantes, el perro que se alivia con lágrimas vivas, el agua que salva al aire, un barco de caracoles que recorre el litoral; el onírico manto que teje la imaginación, la efectividad de los utensilios tradicionales frente a la sonrisa seductora de la tecnología, la tremenda visión del invidente, y finalmente, un paseo por la historia que resplandece con saetas y metales.
Sin duda hay mística en las letras de José Enrique García. Un hilo conductor luminoso donde tanta luz falta, resplandece con un cierto misterio que quiere decir magia, nostalgia, ilusión… Aunque parece que los cuentos han sido creados en diferentes tiempos, la personalidad del narrador logra una coherencia tierna que llama la atención hacia un universo de protección a la vida, al medio ambiente, al goce estético, al lar nativo, con una clara inclinación hacia la tierra del reloj: Montecristi y sus atardeceres.
Otro punto de oro que reitero: Literatura infantil es literatura entera por lo que no hay que reducir el lenguaje cuando nos dirigimos a públicos juveniles. Todo lo contrario ¡hay que elevar las palabras a la estatura de ellos!
Me quedo con la propuesta de “El Barco de la Luz” por encima de “Enriquito y Serafín”, con todo y su premio nacional. El barco de caracoles es más original, navega audaz por la imaginación. Mi alma de niña se queda prendada del goce extremo que ha de ir bordeando las costas dominicanas con su ritmo de ensenadas y cabos, cayos y calas, serruchitos y ondulados de esta amada geografía; me adentro en la panza de la isla, reflejando en mis pupilas el bamboleo de las palmas y el ramalazo blanco de un vuelo de gaviotas.
Marinera en la nave de caracoles, donde los pasajeros se transportan una sola vez, en una oportunidad única de vida, iluminada por una estrella, a todos vemos y ellos no nos ven, porque somos ángeles.
Así quisiera ser tripulante del barco de José Enrique García y viajar a la imaginación con los niños de mi país, para volver a ver la sonrisa de Dios, el relámpago que siembra la esperanza para un pueblo bueno que a pesar de que su ambiente se degrada, en contra de que el pan escasea y la seguridad se escapa, se arropa con el manto de cocuyos que le trae la noche cada ocaso y se tiende recordando que “siempre hay luces que alumbran los caminos”.

Leibi Ng
Alcalá de Henares
2002

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