sábado, 2 de septiembre de 2017

Carta de un viejo trompo al niño que lo abandonó. Por Juan Báez Melo


Para mis hermanos Tatín y Memé.

No sé si recuerdas el día que llegaste al taller para hacer sillas. Entre varios chicotes me escogiste a mí. Quién sabe si por el tamaño o por el grosor, ya que todos éramos desperdicios de baitoa. Un montón de pedazos de madera puestos al sol para que nos secáramos. Nuestro destino era ser quemados en el anafe donde se cocinaba el arroz. Nuestro sacrificio ayudaba a la alimentación de la familia.
Yo todavía no estaba seco, tampoco verde. Mi estado era de acojuelamiento, con la suficiente dureza para que me tallaran y no tan suave como para que el trabajo fuera fácil y después de que perdiera toda la humedad, me desfigurara.
Empezaste con un machete bien afilado. Luego raspaste mi superficie con el cuchillo que tu padre usaba para desollar los chivos. Recuerdo el tirón de orejas que recibiste por usarlo y tu grito de dolor… Fueron cinco días, entre rato y rato; suficientes para que te sintieras satisfecho.


Me hiciste casi redondo para que rodara lejos cuando dejara de bailar y así evitar quedar dentro de círculo que daba inicio al juego. El clavo que me pusiste de pie, lo afilaste tanto, que si no me movían, hacía un hoyo en la tierra, lo que de vez en cuando sucedió, principalmente cuando estaba floja por efecto de la lluvia.
Cuando nos ponían a bailar dentro del círculo, aquel de nosotros que no rodara lo suficiente para salir de él, se quedaba, y los demás trataban de sacarlo con sus respectivos trompos. Quien lo lograra, se convertía en su dueño, pero algunos niños nos clavaban, lo hacían de maldad y ahí venía el pelear con los trompo.



Me peleabas contra los de guayacán, de caoba, de roble, también de esa madera fibrosa que le decían majagua… Contra todos me tiraste y a todos los rajé. Fui dichoso. Muchas veces sentí miedo, principalmente cuando me enfrentabas a los de guayacán, pero esos, cuando secaban, se rajaban solos. Nosotros los de baitoa, mientras más pasa el tiempo, más endurecemos.  Me cayeron muchos trompos con clavos bien afilados, pero mi fortaleza me permitía rechazar las picadas profundas.
Los de caoba y roble quedaban marcados, cuando terminaban las jornadas parecían que habían sido picados por la viruela. Los de majagua eran los más difíciles: su fibra los hacía flexibles, pero también aprendí que dándoles de refilón podía irle comiendo poco a poco su cuerpo y después no podían bailar bien. Se convertían en carretas, es decir, más que bailar, corcoveaban, perdían la gracia de ser un buen trompo.
Nunca te fallé, siempre enfrenté con éxito los retos que me impusiste. ¡Claro! Contando con la eficiente ayuda de ese clavo que en lugar de gastarse, parecía crecer cada vez que le pasabas la lima o lo frotabas en la piedra de amolar del viejo. Tanto el clavo como yo, nos las arreglábamos para que salieras triunfante, lo hacíamos por el amor que pusiste cuando nos estabas fabricando.
Más de tres años pasamos en esos pleitos y en diversión sana, como cuando me lanzabas y con la palma de la mano me atrapabas. Allí bailaba suavemente, como un bailarín de ballet. También me gustaba que me pusieras a bailar sobre la cuerda, para eso la ponías doble y me deleitaba sintiendo como me rascaba la barriga.
Hoy cumplo quince, sin que me hayas vuelto a buscar. No solo has dejado de usarme, ya ni siquiera una relampagueante mirada me diriges. Cuando llegué a esta caja, los demás juguetes me animaron diciéndome que no me preocupara, que no me usabas porque creciste y tus entretenimientos son otros, que cualquier día alguno de tus hijos o sobrinos me recogería y que otra vez me pondrían a bailar y a batallar contra mis iguales de otros niños.



Como si fuera de otro mundo llegan a nosotros las conversaciones que sostienes con tus amigos de infancia, debido a que están en otra habitación  parece que fueran susurros, pero eso no impide que todos los juguetes aquí abandonados escuchemos el amor con que te refieres a nosotros y cuando te oigo hablar de mí me dan ganas brincar de la caja y salir bailando, es en ese momento cuando busco y no encuentro la cuerda que me impulsaba ¿la recuerdas? Era una gangorra fina, número tres; ese trozo que le quitaste a uno de los bollos que tenía tu padre para reparar el chinchorro.

©JUAN BÁEZ MELO

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