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Coronel Charles McLaughlin |
«Bien» era el nombre con el que llamábamos a mi tío Bienvenido.
Era tallista, pero más que eso era un excelente escultor, tenía un arte nato
para esculpir cualquier figura en madera: mujeres, hombres, grupos de personas,
animales, en fin, lo que fuese, con una facilidad increíble y una reproducción
fiel del modelo. Decían que era el Miguel Ángel criollo. Para mí eso era bien
acertado, pues lo vi haciendo trabajos de talla en muchísimas ocasiones que
eran obras maestras, según mi apreciación de ese entonces; y, además, había
nacido el mismo día que el escultor florentino: un 6 de marzo.
Esa mañana de agosto, había salido bien temprano de una casa
ubicada en la avenida Bartolomé Colón, propiedad de la familia de su esposa,
herencia de sus padres. Era una casa de madera con un patio enorme con
cuarterías en uno de los laterales. El día anterior, antes de caer la tarde,
había recibido un mensaje de parte del coronel Charles McLaughlin, padre de
Alma, la esposa del general Héctor (Negro) Trujillo, para que llegara temprano,
antes de las 7:00 am de ese día, a su casa, situada en la calle Dr. Delgado,
esquina Cachimán, cerca de la iglesia Don Bosco y a 15 minutos a pie de la
vivienda de Bienvenido. La casa era enorme, tenía una piscina y una gran
terraza. Precisamente allí le esperaba el coronel. Luego del saludo respetuoso
del tallista, el coronel le dijo:
—Maestro, quiero que vea esto —al tiempo que retiraba una
especie de lona blanca, y mostraba un enorme tronco de caoba centenaria de más
de dos metros de altura y casi 1.30 metros de diámetro. Era una de esas
incautaciones de madera que hacían los guardias a los monteros en las lomas dominicanas.
Se necesitó de muchos hombres para cargar y colocar esa mole allí. El coronel
añadió:
—El jefe cumple años el 24 de octubre y quiero hacerle un
regalo, ¿usted puede esculpir un caballo del tamaño de uno de verdad? Tenemos
casi dos meses para ello ¿qué me dice?
El maestro, miró el enorme tronco desde todos los ángulos
posibles, lo tocó por diferentes partes, deslizó sus manos por un lateral del
tronco que acusaba una ligera curvatura o inclinación hacia ese lado. No era un
cilindro perfecto, tenía irregularidades, como todo lo que crece en la
naturaleza, y una especie de cicatriz circular, fruto de un antiguo corte en la
superficie y casi a mitad de su altura.
—Para que sea de tamaño natural, debo hacerlo encabritado, de
otra manera habría que hacerlo a escala y más pequeño.
—Hágalo encabritado—, dijo el coronel. ¿En cuánto tiempo lo termina?
—El maestro volvió a mirar la pieza y dijo:
—Si comienzo hoy puedo terminarlo antes de 50 días.
El coronel asintió, acordaron un pago y ese mismo día Bienvenido
selló su suerte.
El maestro llevó sus herramientas de trabajo, constituidas por
escoplos de diferentes medidas, gubias, varias escofinas y limas, tres
hachuelas, un hacha grande, un mazo de madera que había hecho de una traviesa
de una vieja línea de ferrocarril en Sánchez. También varios lápices de carbón
y un manojo de papel de estraza para dibujar. Usaba pantalón color kaki, con
las puntas de los ruedos dentro de las medias de los zapatos, pues usaba una
bicicleta de canasto para llevar sus herramientas.
Se sentó en una silla o taburete de metal y frente a una mesa
grande de madera que estaba en el salón, comenzó a dibujar los bocetos de un
brioso caballo encabritado. Luego de muchos dibujos, optó por el que consideró
idóneo a la forma de la mole de Caoba. Colocó el boceto elegido en el suelo y
comenzó a darle forma al tronco, devastando grandes porciones, primero con el
hacha y luego con las hachuelas, hasta llevarlo a una forma aproximada de lo
que sería la base para luego pasar al uso de herramientas más delicadas, como
los escoplos y las gubias. Llegó al final de ese primer día y así siguieron
repitiéndose los demás, usando los escoplos, las gubias, escofinas y limas. La
forma difusa de la mole iba cambiando; cada día se parecía más al boceto
elegido. Todos los días tallaba, esculpía y al final recogía las virutas,
dejando el lugar como si nadie hubiese estado allí.
Luego de 45 días de trabajo, dio los retoques finales; había
hecho una obra maestra. De la mole inicial había brotado, fruto de las manos y
la destreza del maestro, un brioso caballo alazán con las patas levantadas al
aire, empinado en las traseras; con la crin al vuelo y la cola majestuosa.
Parecía tener vida. Bruñó la superficie del caballo con un tinte transparente
que había perfeccionado desde niño cuando aprendió el oficio con su hermano
Federico y dejó la obra lista para el escrutinio del Coronel. Este quedó
maravillado con el resultado y le dijo al maestro:
—Ponle esta cubierta y escóndete detrás de ese gran mueble, que
el jefe está aquí en la sala y quiero enseñarle el caballo.
Bienvenido se escondió detrás del mueble, justo a tiempo, pues
oyó pasos fuertes y sonidos de botas militares acercándose.
—Mire Generalísimo, este regalo es para usted —escuchó las
palabras del coronel y el sonido cortante que produjo el retiro de la pieza de
tela que cubría al caballo.
—¡Coño y esta vaina! ¿Quién hizo esto?, —oyó la voz firme y enérgica
del Generalísimo Trujillo y antes de escuchar las siguientes palabras, entró en
pánico. Un profundo temor y pesar se apoderaron de él. No pudiendo contener el
miedo, se le aflojaron las piernas, se sentó en el piso y se cagó en los
pantalones.
—¡Esto es una obra maestra! Parece que está vivo ¿Quién hizo
este caballo?, —repitió Trujillo.
—Maestro, salga que el jefe quiere conocerlo —Bienvenido, a
duras penas se levantó, se quedó detrás del mueble y saludó.
—¿Y usted tan joven fue quien hizo
esta obra de arte?
—Sí, su excelencia —apenas pudo balbucear.
—Págale el triple de lo que acordaste con él y envíame el
caballo a casa de doña Julia. Gracias Charles, es un regalo magnífico —y se fue
con su escolta dejando solo en el salón al coronel y al maestro.
El coronel le pagó el triple de lo acordado y al retirarse le
preguntó:
—Maestro ¿no siente un olor a mierda? —Bien, rápidamente
respondió:
—Tengo gripe desde hace varios días y no percibo ningún olor,
pero mande a revisar al caballo… —y se marchó en su bicicleta con la cartera y
las piernas repletas.
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