A propósito de “Bredo, el pez”, de José M. Fernández Pequeño
Por: Bismar GalánAquí está Bredo, uno de los tantos peces que han intentado escapar del estanque o al menos ascender en sus turbias aguas. Esto equivale a decir: “Aquí está Fernández Pequeño, el verdadero Bredo, quien ha logrado escapar del estanque, nuestro estanque, y tenido el valor de contar su aventura”. ¿Demasiado rápido para arrebatar el antifaz al narrador? Tal vez, pero asumo el reto. Lo asumo bajo el convencimiento de que, además de la genialidad y la ingenuidad propia del Principito, en esta obra hay mucho de la trascendente “Rebelión en la granja” de Orwell, gracias a la compartida visión del totalitarismo, la supresión de la voluntad individual y la manipulación de la verdad.
Claro que pude escribir sobre la sencillez creadora del autor, de lo ingenioso de su propuesta, de la distancia que logra entre concepción y expresión exacta, y simplicidad. Sí, pude hablar de la sublime y subyacente audacia poética que desborda la narración o de esa fuerza que es propia del lenguaje puro y coherente; pude hablar de ese mundo interior, infantil y a ratos cauto que identifica al texto. Pude hablar de esas imágenes que hacen de “Bredo, el pez” una obra cautivadora y sin edades. Como también pude dejarme cegar por el gozo y el placer desbordantes en cada una de sus páginas.
José M. Fernández Pequeño |
Confieso que, para analizar esta elegante obra, lejos del apego al tecnicismo demandado por la crítica literaria y como he anunciado más arriba, he preferido buscar más allá del mensaje literal. He preferido hacerlo desde la metáfora que aflora en todo el texto, desde su propio título. En ella persisten, con total naturalidad y bañadas de inocencia, situaciones que ha tenido que vivir el autor antes, durante y después de escapar a la intolerancia y la marginación.
Esta metáfora trasciende el tributo a la migración, un tributo sin lisonjas ni medallas, pleno de imágenes que erizan la piel. Esta metáfora salda una deuda con la lacerante herida que provoca dejar el terruño para aventurarse a buscar y buscarse más allá de ese estanque que sus dioses venden como alfa y omega, como el único y real paraíso terrenal.
Aquí, el “quién soy” se convierte en el interrogante que empuja al singular personaje a la búsqueda de su identidad, centro del dramatismo que da sentido y sirve de excusa para la confidencia. Como todo hecho bien narrado, en “Bredo, el pez” lo literario se va hilvanado con sobriedad, sencillez y profundidad a la vez, a través de rupturas expresivas, sin perder la cohesión ineludible entre contenido y forma. Junto con la belleza que le es propia a la buena literatura, en esta obra el lector encontrará: amor, fidelidad, re-creaciones, enajenaciones, miedos, sufrimientos, dolor e impotencia social.
Escapar del estanque, si no es un sueño, muchas veces se convierte en una obsesión de aquellos “peces” que deciden enfrentar las circunstancias que tratan de hacerlos diminutos e indefensos, aquellos sobre los que redes y anzuelos se ciernen como lluvia de flechas de los arqueros de la dinastía Qin.
Son constantes en “Bredo, el pez”: el miedo, la sospecha, la desigualdad, el acecho… Para expresarlo, el autor pone la palabra precisa en boca de sus personajes, palabra resultante de la más personal meditación sobre ese estanque que evidentemente ama con la misma fuerza que extraña.
Precisamente, extrañar a los seres queridos es de las primeras y más naturales reacciones del que abandona su suelo. Llegan nostalgia, reconocimiento y reafirmación del amor: “Ninguna otra tenía unas escamas tan brillantes, y menos aún aquel aro plateado alrededor de sus ojos”, al decir sobre la madre de Bredo, esa madre que él idolatra y que puedo asegurar –yo que la conocí muy bien– era, además, la bondad personificada.
Puede la palabra desde arriba ser un arma tan benigna como fatal. De ahí que citar su persuasivo discurso es la forma más precisa para definir (criticar) cómo los peces protectores (¿cerdos de Orwell?) nos dibujan el estanque con la intención de conservarnos como parte de su mancha: “No hay peces extraños ni más mundo que este estanque. Nada existe fuera de lo que ves a tu alrededor”. Y así lo creímos y lo defendimos, hasta conocer otros mares; pero así lo creen y lo defienden muchos otros, incluso sin conocer el propio estanque.
Son diversas las enseñanzas dirigidas a construirnos esa paranoia colectiva en que se nos sume, sobre todo con la intención de sembrar la duda y la sospecha. Allí aprendimos a sospechar eternamente, de todo y de todos porque, como nos lo revela Fernández Pequeño a través de sus peces, “cuanto más amable se oyera, peores intenciones tendría quien hablaba”. Tenía razones el pez para sospechar: “Aquí hay algo raro. Cuidado si no intentan engañarme para que esté tranquilo y hacerme después quién sabe qué horribles cosas”.
Conozco, como Bredo, del miedo que persiste en el estanque, y como dijo la piedra, “me parece que lo más monstruoso ahora mismo es tu miedo”. Y se ha convertido en algo cotidiano debido a las consecuencias que podrían derivarse del hacer, el decir y hasta del simple pensar. Es por eso que Bredo pensaba que “Se había vuelto una vergüenza para los suyos y no quería pensar en el castigo que le esperaba si subía”, aunque no estaba dispuesto a ser condenado a ser siempre de los de abajo. Todo así, porque en nuestro estanque, como nos asegura el narrador, “el miedo del pez era más fuerte que su dolor”. Lo peor es que lo sigue siendo para la mayoría de los peces condenados a permanecer.
En “Bredo, el pez”, como en el real estanque, la persecución, el encierro, la vigilancia, la desigualdad se vuelven una obsesión. De ahí que, ante el encuentro con alguien que ya ha logrado salir y dejado de comer solo musgos, fluya un deseo que conduce a la más usual de las preguntas: “¿Cómo podría salir del estanque?”.
No es para menos, porque entre tantos motivos, se eterniza la sensación de vigilancia en que hemos estado sumergidos, casi siempre sin saber por quién y muchas veces sin conocer el porqué. Testimonios de Bredo así lo confirman: “había sido vigilado durante los días anteriores sin que él se percatara”. Lo cierto es que, cualquiera que sea el espacio, seguimos cargados de la vacilación: “Yo también tengo la duda de que somos observados”. Estamos convencidos de que somos vigilados, esencialmente si intentamos llegar, escalar y mucho más, si se sospecha que deseamos escapar… Pero, ¿cómo no intentarlo si la desigualdad nos empuja y “los peces más grandes del estanque, nunca quedan atrapados en la red de los dioses”?
Cuando logramos burlar los bordes del estanque, nos lacera la nostalgia. Nostalgia por aquellos que quedan dentro y que emerge en aseveraciones tan elocuentes como estas: “Si al menos Carlos, Montse y Sabrina estuvieran cerca”. “¿Quién viera a Carlos el calculista manejando el aparato de Palina?”, en claras evocaciones a la libertad y a las carestías de los otros, los que se quedan atados al estanque y sus realidades.
Pero Bredo logró salir del estanque y ver que “el mundo”, digo el mar abierto, sí existe. Pero con el vuelo llevó esa herida en el costado, esa herida que cicatriza pero que jamás sana en quienes logramos escapar, porque como he dicho en otro lugar “escapar es una herida”. Luego, una vez en mar abierto, comienzan las dudas, la autointerrogación: “¿Dónde he venido a dar? Deja ver si al final era mejor quedarse en el estanque”.
Fuera del estanque, nada ganará más valor que la amistad, la mano de esos que nos reciben y se convierten en los nuevos hermanos. “…en aquel lugar tenía libertad de hacer lo que quisiera, pero también el peligro estaba en todas partes y él dudada mucho que pudiera sobrevivir sin ayuda”, en referencia al espacio receptor. Y en paralelo, como es natural, la voz del miedo de los nativos ante el extraño: “Que se cure rápido y diga adiós. Aquí no hay espacio para nadie más”. Pero no importa, afuera lo más valioso es que “nada era tan impresionante como la luz intensísima que corría por aquel lugar…”. Se ha dicho “luz”, de esa que se extraña en el estanque.
Pero volver, no al estilo Almodóvar, es de las grandes obsesiones de quienes escapan del estanque. Por eso Bredo, y a propósito de contrastes lumínicos, regresó y “el estanque lo recibió con su escasa luz y su agua densa, de un azul que ahora le parecía descolorido”. Sí, podía notar las diferencias porque ahora tenía con qué contrastar realidades.
Se encuentra de nuevo en un estanque donde se especula del que escapa, como eso de que “Bredo había muerto”, como de otros se dice que «cambiaron de sexo» aunque no sean chernas o que «están en una misión encomendada por los dioses del estanque», manera sutil de crear más dudas y desconfianza entre los peces. Por eso, entre los amigos de siempre unos se muestran inquietos; otros, curiosos y los más, desconfiados. Mientras, Bredo se hace más preguntas: “¿Cómo puede alguien preferir estar preso en el estanque, donde lo único que hicieron siempre fue abusar de él, en lugar de salir y ser libre?”.
En toda esa vida en el mar abierto, léase “mundo”, se aprende, sobre todo se aprende a perder el miedo y a decir. Eso hizo Bredo: “¡Es mentira! Esos que echan comida en el estanque son humanos, no dioses; y tampoco es verdad que saquen a los peces en su red para llevarlos a vivir en ningún mar. Los matan, que los vi con mis ojos”. Por eso, digo yo, se les teme a los peces que salen a mar abierto y regresan con realidades que esgrimen, algunas veces con relativa sutileza y otras, con euforia desbordada.
Faltaría decir que, para la construcción de esta metáfora, Fernández Pequeño apela a la aventura, tema favorito de los niños. Esgrime un lenguaje sin artificios y mágico a la vez, donde la fantasía resplandece y asombra. Nos muestra una historia que atrapa, mientras crece en dinamismo y expectativas, obligándonos a mantenernos pegados al texto, a sus personajes, a sus esencias... Para mayor fortaleza, combina el heroísmo individual con el colectivo: exclusiva manera de sobrevivir en un estanque en el que los peces llevan como único abolengo, la esperanza.
Ya sabemos que el apego a las aguas y sus circunstancias, no es nada extraño en cada una de las aventuras de este creador. Evidentemente, un modo de mantenerse unido a su estanque, a sus recuerdos y experiencias, a sus asiduas escapadas al río Bayamo. De ese apego y amor por lo propio nos ha llegado esta obra que, además, lo delata como un gran conocedor de la espinela. A través de sus décimas, nos comparte moralejas propicias para reflexionar y aprender.
Estoy convencido de que conseguir tanto en una obra como esta ha exigido mucho más que arrojo, lealtad y valor. Algo así exige genialidad, constancia, imaginación y un trabajo meticuloso con el lenguaje (nada extraño en Fernández Pequeño) a fin de lograr sencillez, autenticidad y frescura. Queda así una obra en la que pueden abrevar los amantes del buen arte, sin distinción de edad, sexo, religión, ideas y cuantas fronteras se puedan levantar en beneficio o desmedro de... Ojalá sus lectores no sean como las personas mayores, a las que “hay que explicárselo todo”, como nos dijera el Principito.
Santo Domingo, 11 de julio de 2017
©Bismar Galán
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