Sobre educación y niños hay quintales de mitos populares sustentados en hipótesis endebles que, además, contradicen los últimos descubrimientos acerca de cómo funciona la naturaleza humana.
Por ejemplo, que los niños se parecen a sus padres porque sus padres los han educado así o asá. (En realidad, llegada la pubertad, la mayor parte del parecido que hay entre padres e hijos es el estrictamente heredado genéticamente: el resto se cultiva entre las personas que los adolescentes consideran sus pares o entre sus competidores sexuales: por eso los hijos pierden el acento de los padres y adquieren el de sus compañeros de clase; por eso los hijos nacidos de los mismos padres pueden ser tan radicalmente distintos. Interesantes experimentos con gemelos univitelinos corroboran estas ideas).
Por tanto, si un niño lee mucho o poco al superar la pubertad no depende tanto de los libros que atesoran los padres en las estanterías de casa o de las horas que han pasado contándoles cuentos o fomentando su curiosidad lectora como que los hijos hayan tenido la fortuna de mezclarse con pares o competidores sexuales que estén interesados en la lectura. (Obviamente, en las casas donde hay más libros es donde existe la probabilidad más elevada de que los hijos lean posteriormente, pero aquí no estamos ante un caso de causalidad: los padres tienen una inclinación genética por la lectura, que ha sido transmitida a los hijos: aunque no hubiera un solo libro en casa, los hijos hubieran tendido también a leer o a mezclarse con personas que leen).
Otro mito es que la sobrestimulación intelectual en edades tempranas tiene efectos en el rendimiento intelectual del niño cuando alcanza la madurez. Los niños, aunque suene sacrílego, prácticamente se crían solos. Los padres en realidad no actúan como conductores sino como soportes. Es decir, algo parecido a lo que sucede como la vitamina C.
Cuando hemos tomado la cantidad mínima necesaria de vitamina C que nuestro cuerpo necesita diariamente, tomar más cantidad no redunda en un mejor estado de salud. Con los padres ocurre lo mismo. Los padres deben ser un soporte básico de alimentación, cariño y ayuda. Pero ampliar sus competencias no redunda en que el hijo sea más o menos inteligente o capaz de adulto (de nuevo, porcentualmente, los padres más capaces tienen hijos más capaces, pero esta capacidad se transmite vía ADN, no vía cultural).
En ese sentido, el efecto Mozart y estudios similares son insostenibles. Es decir, la creencia de que, al poner música clásica (mayormente de Mozart) a nuestros hijos pequeños, éstos desarrollarán mejor sus capacidades intelectuales.
Si el niño dispone de una partida mínima de estímulos a su alrededor, apenas cambiará nada multiplicar por diez la partida de estímulos.
Sin embargo, tanto la literatura como la música, si bien no afectan sustancialmente a la materia gris de nuestros retoños, sí pueden encarrilar determinados gustos estéticos. Al menos en edades tempranas (probablemente, al alcanzar la pubertad, las cosas no sean tan sencillas).
Nuestros hijos pueden ser sensibles a la estética incluso en el interior del claustro materno. Así que no es tan descabellado leerle cuentos antes de que nazca, tal y como sugieren dos psicólogos.
Anthony DeCasper y Melanie Spence solicitaron a futuras madres que, durante el último trimestre de embarazo, leyesen diariamente en voz alta durante tres minutos un pasaje de The Cat in the Hat, del doctor Seuss, o The King, the Mice, and the Cheese, de Nancy y Eric Gurney.
Examinados sólo un día o dos después de nacer, los bebés que habían estado expuestos a Seuss en el útero preferían a Seuss, y los que habían oído The Kingpreferían The King, incluso cuando era otra persona quien leía las historias. Esto no equivale a decir que en el último trimestre los niños “entendieran” realmente el cuento del Gato, pero al parecer sí percibieron su ritmo característico.
Es decir, que nuestros futuros hijos no serán más inteligentes si les leemos historias. Pero sí podemos influir ya en sus gustos literarios, al menos en los primeros estadios de su vida.
¿Y también ocurre con la música? Al parecer, sí. Aunque el tema musical pudiera ser un poco más peliagudo, tal y como explica el psicólogo Gary Marcus:
Otro estudio reveló que los fetos del tercer trimestre podían captar la melodía de Mary Had a Little Lamb, y en otro se comprobó que eran capaces de reconocer el tema musical de un culebrón británico. (De todos modos, no estoy sugiriendo al lector que lo intente en casa. No es seguro que la exposición prenatal no tenga alguna consecuencia perdurable a largo plazo; algunos expertos creen que esta exposición deliberada podría ser realmente perjudicial para el sistema auditivo en desarrollo así como para los ciclos naturales de sueño-vigilia del niño.)
Vía | Kluge de Gary Marcus
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