Cristie
(¿Habrá forma de explicar la muerte?)
In memorian, 20-12-96.
Ella no lo sabía, pero por sus ojos asomaba un paisaje de
luna. María sintió que aquel paisaje le pertenecía y nadie se lo
podría quitar. Desde que la miró, sintió deseos de viajar a la
noche. Por eso la cargó y se la llevó a casa, sin oír las protestas
de la gente sensata. No había más que una necesidad de amor
entre madre e hija, entre mujer y niña. La bautizó con nombre
divino. ¿Qué otro nombre serviría a una niña que llegaba cual
Moisés en medio de su esterilidad? Creció tomando el biberón,
pero contrario a otros bebés, adoraba los cítricos como el
limón. No se sabe si adquirió ese gusto de chuparlos por imitar a
su papá o si es que de donde venía, lo agrio resultaba tan
irresistible como a nosotros lo dulce.
Cristie y María se hicieron inseparables. Día a día, Cristie
demostraba singular personalidad. Quería sus propias cosas,
suyas, de más nadie. Compartirlas sólo a veces con la hermanita
que cual milagro llegó más tarde. Añoraba el retorno de María,
para exigirle que la llevara a pasear, con un deseo insaciable de
abarcar en sus ojos cuanto podía mirar.
En uno de esos paseos, Cristie encontró un rayo de luna.
Bailoteaba como reflejo sobre un espejo y no se estaba quieto
para que ella lo pudiera tocar. Subía, bajaba, se escondía en la
oscuridad para luego renacer, haciéndole mil guiños, llamándola
para que fueran juntos a algún lugar. Cristie se quedaba
encantada y María, al no ver nada, pensaba que estaba
contemplando un ángel y no estaba muy equivocada, porque era
un ser de luz. Prendada de aquel reflejo, Cristie empezó a
cambiar, porque sin darse cuenta, se había encontrado con parte
de su ser y sus pocas palabras no le permitían decirlo, ni ella
misma lo podía entender.
Al regresar, María se sentía confundida, porque su niña se
quedaba mirando el firmamento sin comer ni hablar. Su corazón
de madre le decía que las estrellas le estaban recitando versos,
contando cuentos y cantando nanas imposibles de imitar. Su
preocupación aumentaba a medida que Cristie se alejaba. En
realidad, había destellos de estrellas en sus pupilas y el paisaje
lunar se hacía cada día más grande.
Una noche, Cristie le pidió a María que salieran de nuevo a
pasear. Algo le decía que tuviera cautela, pero ya se había
enfrentado antes con la línea invisible que divide nuestro mundo
de la dimensión de luz. Su amor le infundía coraje. Agarró
fuertemente la manita de la niña y salieron a encontrar la suave
brisa nocturna. Era invierno, tiempo de navidad. Los bombillitos
multicolores adornaban los jardines y un eco de alegría se
colaba por entre sus cabellos. Fue entonces cuando Cristie
volvió a ver al rayito de luz de luna. Se puso tensa y concentró
todo su interés en alcanzarlo. María pudo verlo también y supo
que nada podía hacer. Soltó despacio la pequeña mano y se
dispuso a aceptar la eterna voluntad del Gran Ser. Cristie corrió
hacia la luz. María dio algunos pasos tras ella, pero la niña se
volvió para detenerla.
-Llegó el momento. Piensa en Heidi y no sufras más.
Las lágrimas llegaron como siempre, haciendo un nudo en la
garganta. María se llevó las manos hasta el cuello para no gritar,
al ver que su pequeña se encontraba con el travieso rayo en un
abrazo infinito. De un salto, desaparecieron reflejo y niña. María
cerró los ojos para quedarse con la imagen de su Cristie en la
memoria, eterna bailarina de luz.
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