viernes, 5 de septiembre de 2008

CRISTIE

ESCRIBÍ este cuento para María, la madre de esta niña hermosa que se fue a danzar con la luz. No sé dar pésames. Me anulo totalmente cuando sé que alguien está de duelo. Cuando yo me muera, espero irme tan discretamente como nací: sólo lo sabrán mis hermanas y hermanos.

Cristie

(¿Habrá forma de explicar la muerte?)

In memorian, 20-12-96.

Ella no lo sabía, pero por sus ojos asomaba un paisaje de

luna. María sintió que aquel paisaje le pertenecía y nadie se lo

podría quitar. Desde que la miró, sintió deseos de viajar a la

noche. Por eso la cargó y se la llevó a casa, sin oír las protestas

de la gente sensata. No había más que una necesidad de amor

entre madre e hija, entre mujer y niña. La bautizó con nombre

divino. ¿Qué otro nombre serviría a una niña que llegaba cual

Moisés en medio de su esterilidad? Creció tomando el biberón,

pero contrario a otros bebés, adoraba los cítricos como el

limón. No se sabe si adquirió ese gusto de chuparlos por imitar a

su papá o si es que de donde venía, lo agrio resultaba tan

irresistible como a nosotros lo dulce.

Cristie y María se hicieron inseparables. Día a día, Cristie

demostraba singular personalidad. Quería sus propias cosas,

suyas, de más nadie. Compartirlas sólo a veces con la hermanita

que cual milagro llegó más tarde. Añoraba el retorno de María,

para exigirle que la llevara a pasear, con un deseo insaciable de

abarcar en sus ojos cuanto podía mirar.

En uno de esos paseos, Cristie encontró un rayo de luna.

Bailoteaba como reflejo sobre un espejo y no se estaba quieto

para que ella lo pudiera tocar. Subía, bajaba, se escondía en la

oscuridad para luego renacer, haciéndole mil guiños, llamándola

para que fueran juntos a algún lugar. Cristie se quedaba

encantada y María, al no ver nada, pensaba que estaba

contemplando un ángel y no estaba muy equivocada, porque era

un ser de luz. Prendada de aquel reflejo, Cristie empezó a

cambiar, porque sin darse cuenta, se había encontrado con parte

de su ser y sus pocas palabras no le permitían decirlo, ni ella

misma lo podía entender.

Al regresar, María se sentía confundida, porque su niña se

quedaba mirando el firmamento sin comer ni hablar. Su corazón

de madre le decía que las estrellas le estaban recitando versos,

contando cuentos y cantando nanas imposibles de imitar. Su

preocupación aumentaba a medida que Cristie se alejaba. En

realidad, había destellos de estrellas en sus pupilas y el paisaje

lunar se hacía cada día más grande.

Una noche, Cristie le pidió a María que salieran de nuevo a

pasear. Algo le decía que tuviera cautela, pero ya se había

enfrentado antes con la línea invisible que divide nuestro mundo

de la dimensión de luz. Su amor le infundía coraje. Agarró

fuertemente la manita de la niña y salieron a encontrar la suave

brisa nocturna. Era invierno, tiempo de navidad. Los bombillitos

multicolores adornaban los jardines y un eco de alegría se

colaba por entre sus cabellos. Fue entonces cuando Cristie

volvió a ver al rayito de luz de luna. Se puso tensa y concentró

todo su interés en alcanzarlo. María pudo verlo también y supo

que nada podía hacer. Soltó despacio la pequeña mano y se

dispuso a aceptar la eterna voluntad del Gran Ser. Cristie corrió

hacia la luz. María dio algunos pasos tras ella, pero la niña se

volvió para detenerla.

-Llegó el momento. Piensa en Heidi y no sufras más.

Las lágrimas llegaron como siempre, haciendo un nudo en la

garganta. María se llevó las manos hasta el cuello para no gritar,

al ver que su pequeña se encontraba con el travieso rayo en un

abrazo infinito. De un salto, desaparecieron reflejo y niña. María

cerró los ojos para quedarse con la imagen de su Cristie en la

memoria, eterna bailarina de luz.

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